Los
chicos le decían bicho bolita.
Detestaba
el sol y vivía en estado de alerta. Apenas alguien le tocaba un hombro,
reaccionaba con una flexión del cuerpo sobre la cintura. Se encogía y trataba
de ocultar su cabeza en el pecho.
“Bicho
bolita”. Se lo gritaban en los recreos y por las calles del barrio cada vez que
la veían pasar para hacer los mandados. Ella iba con una bolsa de arpillera
descolorida, una de esas que parecían haber acarreado las compras de varias
generaciones.
Usaba
anteojos oscuros. La asumían vanidosa, pero en realidad padecía fotofobia. La
maestra lo había explicado en clase una vez, hacía muchos años, para que los
compañeros dejaran de molestarla y acusarla de creerse una estrella del rock.
Yo entendí y no la molesté más.
Fui
el único que algo entendió. Los demás me preguntaban qué quería decir
fotofobia.
En
verano casi no se la veía. Por la misma sensibilidad que afectaba sus ojos,
cubría el resto de su cuerpo. Y tal vez a eso se debiera el color traslúcido de su
piel, más cercano a la masa de los strudels de mi tía que a una piel de verdad.
Una vez pude verla de cerca, se sacó los anteojos oscuros para limpiarse, había llorado. Sus ojos eran pequeños y muy juntos sobre la nariz, pero de un color verde que irradiaba una suerte de luz, como un torrente, tal vez la misma que le hacía mal. Esmeraldas, pensé, aunque nunca había visto ninguna, excepto en fotos.
Aquella
noche la seguí hasta su casa. Caminé detrás de ella, me mantuve a una distancia que
no me permitiera perderla de vista, y me escondía en los frentes de las casas sin rejas de a
ratos, por si por alguna razón decidía darse vuelta.
Llegó
a su casa y la recibió la madre. Yo encontré una ventana lateral que tenía los vidrios cerrados, pero sin persianas. Desde allí podía ver el interior. La madre
gesticulaba, movía los brazos con gran amplitud, cualquiera con un poco de imaginación pensaría
que abrazaba a un elefante. Un hombre entró y dio un portazo que sí logré oír a
pesar de los vidrios que nos separaban. Era el padrastro. Yo sabía que no era
el padre porque eso también lo había comentado la maestra en la escuela. Tanto
en el aspecto físico (medía cerca de dos metros), como en lo que hacía a la
edad, se lo notaba mayor que la madre.
No
pude distinguir palabra alguna, pero no dudé que las insultaba. La madre huyó
por una de las puertas, que, asumí, llevaría a la cocina. Me distraje al
seguirla. Para cuando volví a mirar al padrastro, la escena se había vuelto
extraña. Él blandía un cinturón grueso en la mano y ella estaba de espaldas,
sin remera. No se le veía la cabeza, que había quedado hundida entre los
hombros. El hombre reía, en un sinsentido que yo no lograba comprender.
La
espalda que veía era un campo arado, una seguidilla de surcos abiertos y otros
cerrados, caminos rojos trazados sobre cicatrices gruesas de otros ya más
claros. El hombre hizo chasquear la punta del cinturón contra el piso y volvió
a levantarlo, esta vez para buscar a la chica.
El
cuero, como un filo, la alcanzó una vez y ella apretó los ojos con fuerza. Se
arqueó como hacía en el colegio, sobre la cintura, hacia adelante, como
intentando repeler la agresión, como intentando resistirla.
Otro
chasquido en el piso y una nueva herida en la espalda.
No
llegué a escuchar el gemido de dolor, pero esta vez sí vi cómo sus labios se
separan, inaudibles pero quejosos. El tipo reía y se secaba el sudor de la cara
con su mano libre. La madre no estaba en ninguna parte.
Un
golpe más del cuero y ella levantó la vista y me vio.
Dolida,
algo en su mirada verde pareció reaccionar y antes de que el cinturón la tocara
de nuevo, la piel de su espalda comenzó a oscurecerse.
El
padrastro siguió sin darse cuenta, tan enfrascado estaba en la diversión que le
generaba la tortura, pero su víctima ya no era como la conocía.
La
espalda se volvió una serie de capas escamadas. Duras, negras, rígidas. Como el
caparazón de un insecto. De la cabeza brotaron un par de antenas y cuando el
hombre pudo reaccionar, lo que tenía delante ya no era una víctima indefensa.
Un bicho de tamaño humano, un monstruo enorme, recubierto por un tejido
resistente, con muchas patas que se movían inquietas, lo miraba de frente con
sus ojos redondos, tan juntos.
Él
dejó caer el cinturón e intentó huir, pero la chica rotó sobre su centro y se
cerró, se convirtió en una pelota que giraba enloquecida por todo el lugar
hasta que le pasó por encima. Al rodar por la casa, arrojó al suelo los adornos
y el televisor, los marcos con las fotos familiares, la vajilla de la
estantería, todo se rompía en la caída. El estruendo sorprendió a la madre que
gritó apenas entró y vio el cadáver de su esposo aplastado en medio de un
charco formado por su sangre y sus propios órganos internos.
El
insecto se detuvo contra una pared y volvió a transformarse en humana. Ella
misma tomó el teléfono y llamó a la policía. Yo me fui en cuanto oí las
sirenas.
La
noticia salió en televisión y al día siguiente no se hablaba de otra cosa en el
pueblo, mucho menos en la escuela. Ella no asistió ese día, ni ningún otro.
Algunos de mis compañeros se lamentaban. Los periodistas los invitaban a declarar
en entrevistas, y ellos no podían aceptar. Ni siquiera sabían el nombre de la
chica.
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