domingo, 7 de noviembre de 2021

Winner


Los mejores recuerdos son los que se tienen con amigos. Como aquel enero, hace ya tanto tiempo, cuando tenía dieciséis, y mis viejos y los de los demás se pusieron de acuerdo para pasar las vacaciones en Gesell todos juntos. A los que no iban con sus padres, los llevamos invitados: el Colo fue con la familia de Mati, y Sebas con la familia de Toto. Éramos ocho nosotros, formamos una banda enorme.

Cuando tenés unos pocos días de vacaciones, la rutina no tarda en armarse y al segundo día ya teníamos el esquema de la quincena listo. Todas las tardes, después de la playa, ducha y al centro, a los jueguitos. Teníamos que ponernos de acuerdo de antemano porque no era como ahora: una vez que salías de tu casa, no había más teléfonos donde ubicarte.

Tampoco tardó mucho en descubrirse el don de Jose: talento natural para los juegos electrónicos. Era excelente en todos, juegos de guerra, de naves espaciales, hasta el Elevator Action y el Pole Position tenían su nombre de guerra (JOE72) escrito en los primeros puestos. Sin embargo, en el que era imbatible era en el clásico, Pac Man. Nadie pasaba niveles como él, y con haberlo visto apenas un par de veces, el dueño del salón de juegos, ya había reconocido ese campeón indiscutido que era mi amigo.

Las tardes pasaban y la fama de Jose se había extendido ya por la Villa. Otros chicos venían a verlo jugar. También chicas. El dueño del salón le regalaba las fichas, era como una publicidad para el lugar. El resto del grupo aprovechábamos para hacer contacto con grupos de amigas. “Sí, estamos con él. Esta noche vamos todos a bailar, ¿nos vemos allá?” Y ellas, sí, claro, y así fuimos conociendo a un montón de chicas que venían por él, el rey de los jueguitos, pero terminaban hablando con nosotros, el premio consuelo.

Una tarde el dueño del lugar propuso un campeonato. Se anotó muchísima gente, algunos más grandes que nosotros, tipos como de veinte o treinta años. Era increíble. A todos esos, se le sumó una cantidad también increíble de espectadores, que venían hasta de otros balnearios.

Justo ese fin de semana había llegado mi tío a pasar unos días con nosotros. Y con él había llegado mi prima, Ana. Tenía mi edad y, no porque fuera mi prima, pero era la chica más linda del universo. En serio, no lo decía yo, lo decía todo el mundo. Mi mamá, por ejemplo, madre de varones, se la pasaba repitiendo eso: lo linda que está Ana, mirá cómo se puso, está más alta, y ese pelo, lo heredó de tu abuela, ¿te acordás?, qué hermoso.

No sé bien qué se me cruzó por la cabeza, pero el día del campeonato, la llevé conmigo. Le señalé quién era Jose y le dije que, en la final, se parara lo más cerca de él que pudiera. Ana, me miró, se rio fuerte, me dijo que ya entendía (creo que me entendía mejor que yo mismo), y para la última partida, en la que quedaban Jose contra un tipo de barba nuevo en el lugar, ella se abrió camino entre todos los que querían ver el juego, y se paró detrás de él.

Al principio arrancó todo bien, Jose con ventaja, pero en algún momento se dio cuenta de que Ana estaba ahí y erró un movimiento. Hábil como era, se recuperó, pero empezó a equivocarse cada vez más seguido. Los fantasmas se comían a los muñequitos de colores, el barbudo sonreía, la gente empezaba a rumorear, cada vez más fuerte.

Ya había caído la noche, pero mi amigo transpiraba como si estuviera en plena playa en un día de cuarenta grados. La musiquita del juego, los movimientos de Ana, sutiles, casi imperceptibles, le robaban la atención y zas, otro fantasma comiendo.

Algunos de los que miraban se fueron, murmuraban enojados. Otros empezaron a gritarle, eh, vos no eras el campeón, jugás peor que mi nonna, y esas cosas.

Jose estaba rojo de vergüenza, él no fallaba. Jamás.

Me sentí mal, traté de que Ana me viera, de cancelar el plan, pero ya era tarde, ella seguía lo acordado.

La tortura no duró mucho más. A la influencia de Ana se le sumaron los insultos, las cosas que empezaron a tirarle, papeles, botellas de plástico vacías, y Jose se rindió, una actitud que yo no había visto antes.

El barbudo ganó y se llevó el premio, que el dueño del salón le dio sin ganas, mientras Jose aplaudía como un autómata.

Ya era casi medianoche y Ana se fue con mis tíos a casa. Mis amigos corrían detrás de los grupos de chicas, intentando recuperar a las menos interesadas en ser amigas de un famoso. Quedamos los dos solos.

Cuando salimos, Jose caminaba mirando al suelo, resignado. Lo invité a tomar un helado a Massera. Pedimos nuestros cucuruchos y nos sentamos en el cordón de la vereda, en medio de la Peatonal. Él clavaba la cucharita en su bocha de chocolate y repetía, no sé qué me pasó, no sé qué me pasó. Estaba esa chica, tu prima y ese perfume, el desodorante que usan ellas, ese que está buenísimo. Y no sé, no sé, no pude pensar. Qué mala suerte.

Sí, coincidía yo, enfrascado en mi limón amargo. Mala suerte. Si querés mañana viene a la playa, podés hablar con ella, yo te hago pata.

Me miró, creo que agradecido.

- Dale.




miércoles, 6 de octubre de 2021

Oniscidea

 

Los chicos le decían bicho bolita.

Detestaba el sol y vivía en estado de alerta. Apenas alguien le tocaba un hombro, reaccionaba con una flexión del cuerpo sobre la cintura. Se encogía y trataba de ocultar su cabeza en el pecho.

“Bicho bolita”. Se lo gritaban en los recreos y por las calles del barrio cada vez que la veían pasar para hacer los mandados. Ella iba con una bolsa de arpillera descolorida, una de esas que parecían haber acarreado las compras de varias generaciones.

Usaba anteojos oscuros. La asumían vanidosa, pero en realidad padecía fotofobia. La maestra lo había explicado en clase una vez, hacía muchos años, para que los compañeros dejaran de molestarla y acusarla de creerse una estrella del rock. Yo entendí y no la molesté más.

Fui el único que algo entendió. Los demás me preguntaban qué quería decir fotofobia.

En verano casi no se la veía. Por la misma sensibilidad que afectaba sus ojos, cubría el resto de su cuerpo. Y tal vez a eso se debiera el color traslúcido de su piel, más cercano a la masa de los strudels de mi tía que a una piel de verdad.

Una vez pude verla de cerca, se sacó los anteojos oscuros para limpiarse, había llorado. Sus ojos eran pequeños y muy juntos sobre la nariz, pero de un color verde que irradiaba una suerte de luz, como un torrente, tal vez la misma que le hacía mal. Esmeraldas, pensé, aunque nunca había visto ninguna, excepto en fotos.

Aquella noche la seguí hasta su casa. Caminé detrás de ella, me mantuve a una distancia que no me permitiera perderla de vista, y me escondía en los frentes de las casas sin rejas de a ratos, por si por alguna razón decidía darse vuelta.

Llegó a su casa y la recibió la madre. Yo encontré una ventana lateral que tenía los vidrios cerrados, pero sin persianas. Desde allí podía ver el interior. La madre gesticulaba, movía los brazos con gran amplitud, cualquiera con un poco de imaginación pensaría que abrazaba a un elefante. Un hombre entró y dio un portazo que sí logré oír a pesar de los vidrios que nos separaban. Era el padrastro. Yo sabía que no era el padre porque eso también lo había comentado la maestra en la escuela. Tanto en el aspecto físico (medía cerca de dos metros), como en lo que hacía a la edad, se lo notaba mayor que la madre.

No pude distinguir palabra alguna, pero no dudé que las insultaba. La madre huyó por una de las puertas, que, asumí, llevaría a la cocina. Me distraje al seguirla. Para cuando volví a mirar al padrastro, la escena se había vuelto extraña. Él blandía un cinturón grueso en la mano y ella estaba de espaldas, sin remera. No se le veía la cabeza, que había quedado hundida entre los hombros. El hombre reía, en un sinsentido que yo no lograba comprender.

La espalda que veía era un campo arado, una seguidilla de surcos abiertos y otros cerrados, caminos rojos trazados sobre cicatrices gruesas de otros ya más claros. El hombre hizo chasquear la punta del cinturón contra el piso y volvió a levantarlo, esta vez para buscar a la chica.

El cuero, como un filo, la alcanzó una vez y ella apretó los ojos con fuerza. Se arqueó como hacía en el colegio, sobre la cintura, hacia adelante, como intentando repeler la agresión, como intentando resistirla.

Otro chasquido en el piso y una nueva herida en la espalda.

No llegué a escuchar el gemido de dolor, pero esta vez sí vi cómo sus labios se separan, inaudibles pero quejosos. El tipo reía y se secaba el sudor de la cara con su mano libre. La madre no estaba en ninguna parte.

Un golpe más del cuero y ella levantó la vista y me vio.

Dolida, algo en su mirada verde pareció reaccionar y antes de que el cinturón la tocara de nuevo, la piel de su espalda comenzó a oscurecerse.

El padrastro siguió sin darse cuenta, tan enfrascado estaba en la diversión que le generaba la tortura, pero su víctima ya no era como la conocía.

La espalda se volvió una serie de capas escamadas. Duras, negras, rígidas. Como el caparazón de un insecto. De la cabeza brotaron un par de antenas y cuando el hombre pudo reaccionar, lo que tenía delante ya no era una víctima indefensa. Un bicho de tamaño humano, un monstruo enorme, recubierto  por un tejido resistente, con muchas patas que se movían inquietas, lo miraba de frente con sus ojos redondos, tan juntos.

Él dejó caer el cinturón e intentó huir, pero la chica rotó sobre su centro y se cerró, se convirtió en una pelota que giraba enloquecida por todo el lugar hasta que le pasó por encima. Al rodar por la casa, arrojó al suelo los adornos y el televisor, los marcos con las fotos familiares, la vajilla de la estantería, todo se rompía en la caída. El estruendo sorprendió a la madre que gritó apenas entró y vio el cadáver de su esposo aplastado en medio de un charco formado por su sangre y sus propios órganos internos.

El insecto se detuvo contra una pared y volvió a transformarse en humana. Ella misma tomó el teléfono y llamó a la policía. Yo me fui en cuanto oí las sirenas.

La noticia salió en televisión y al día siguiente no se hablaba de otra cosa en el pueblo, mucho menos en la escuela. Ella no asistió ese día, ni ningún otro. Algunos de mis compañeros se lamentaban. Los periodistas los invitaban a declarar en entrevistas, y ellos no podían aceptar. Ni siquiera sabían el nombre de la chica.




domingo, 19 de septiembre de 2021

Anécdota

 

Siempre que los visito saco el tema.

Mis tíos son cordobeses y están casados hace mil años. Mis primos son mayores que yo, así que ya ni la cuenta llevan. Lo que recuerdo es cuando festejaron las bodas de oro, hicieron una fiesta enorme. Se reunió la familia completa, los de Buenos Aires viajamos todos. Eso fue hace tiempo, así que sí, están casados hace una eternidad.

Cuando voy de vacaciones me instalo en la casa de ellos, en alguna de las habitaciones que fueron de sus hijos y que ahora son para cualquiera que los visite. Me siento más cómodo en ese caserón que con los familiares de mi edad, que tienen hijos chicos, y además me quieren llevar de acá para allá, a mostrarme ante los amigos, como la novedad que soy.

Mis tíos viven el ritmo de quien ya no tiene apuro, les gusta la compañía, me dejan en paz. Llego, me ducho, duermo un poco si manejé de noche, y en el primer mate compartido vuelvo a lo que más me divierte. Trato de sacar el tema de manera inocente y ellos juegan a la novedad, pero no se cansan de contar, y yo no me canso de escuchar, la historia del OVNI.

Cada uno tiene una versión, y puede parecer increíble que, hasta ahora, con todas las que pasaron, no se hayan puesto de acuerdo en una. Es más, creo que, a medida que pasa el tiempo, cada uno se afianza en la suya con más convencimiento

La versión del tío es la escéptica. Transcribo un resumen, como lo cuenta él.

“Fue el verano de nuestra luna de miel. No teníamos mucha plata, así que nos tuvimos que conformar con ir hasta Capilla del Monte. Nos hubiera gustado Bariloche o Mar del Plata, pero recién empezábamos y bueno, Capilla era lindo también. La segunda noche se nos ocurrió salir a caminar, de la mano, recién casados, por el pueblo, que en ese momento serían tres casas. Todo estaba oscuro, apenas las luces de la calle, que tampoco eran gran cosa, iluminaban un poco. El camino se adentraba en la oscuridad de las montañas y de repente tu tía me sacude la mano y me señala el horizonte. Una luz se asomaba. Una luz fuerte, el resplandor nos cegaba. Y después de un rato, así como había aparecido, se fue. Volvimos al hostal y la dueña había visto lo mismo. Yo le dije que debían ser los de la empresa de electricidad que habrían hecho reventar algún transformador o algo, pero ella y ésta (señala a mi tía) empezaron a decir que había sido un OVNI. Y no las pude convencer de otra cosa.”

Mi tía prefiere la versión crédulo-romántica.

“Elegimos Capilla para nuestra luna de miel porque es un lugar precioso, y no iba tanta gente como a los destinos típicos, Bariloche o Mar del Plata. Nos alojamos en una residencia pequeña, sencilla, pero muy limpia y con detalles de decoración muy personales. Tenía apenas unas pocas habitaciones y era atendida por su dueña, una señora ya grande, nacida en Capilla, que sabía muchas cosas de la historia del lugar y otras leyendas del pueblo. La segunda noche el clima era de ensueño. No hacía frío ni calor, el cielo estaba despejado y eso en un sitio así significa que podías ver el mapa completo de estrellas. Ni una nube que tapara las constelaciones. Por eso se nos ocurrió salir a dar un paseíto de novios. De la mano, sin nadie que nos molestara. Estábamos caminando por la calle principal, que cuando termina la línea de luces se pierde en la montaña, cuando vi aparecer una nave espacial como las de las películas, esos famosos platillos voladores. Tenía luces todo alrededor, debía ser plateada o metálica al menos, porque la luz rebotaba y se expandía sobre las sierras. La vi elevarse, girar, parecía estar acomodándose en el aire. Le tiré tan fuerte de la mano al tío que casi se cae. Le grité que mirara eso, y me dijo que sí, que lo estaba viendo. Un ratito después la nave volteó y bajó, desapareció de nuevo detrás de las montañas. Volvimos corriendo a la residencia y la dueña lo había visto también, igual que nosotros, y coincidió conmigo en los detalles de la nave. Pero él (señala a mi tío) se encaprichó con la historia de la planta de electricidad y no hubo manera de que asumiera la verdad.”

Yo los escucho, aunque me sé los relatos de memoria. Me gusta comer los bizcochitos caseros de mi tía y ver cómo se apuntan con los dedos y se acusan de no pensar lo mismo.

Mil años hace que están casados, criaron cinco hijos, levantaron un negocio juntos, tienen no sé cuántos nietos. Pasean de la mano todas las tardes y tienen sincronizados los horarios de sus vidas, como si fueran dos mitades de la misma cosa.

Pero es sacar el tema y verles la chispa en los ojos. Eso que los hace discutir y diferenciarse un poco.

Los miro y no puedo evitar una reflexión que me obligo a descartar de inmediato, por idiota: que el amor se trata de eso. De no perder nunca la propia versión de la historia del OVNI.




domingo, 5 de septiembre de 2021

Bitácora

Todos te lo dicen. Es algo sabido, pero uno no hace caso hasta que es demasiado tarde, como en mi caso.

No hay que enamorarse de compañeros de trabajo. En realidad, no hay que tener ningún tipo de relación que no sea estrictamente profesional con ningún compañero de trabajo. Se sabe, a la larga se puede complicar, y entonces cómo resolver la tensión. ¿Se renuncia? ¿Se pide cambio de departamento? La segunda es una opción válida siempre y cuando tu empleo tenga la alternativa. En mi caso no la hay. Todos trabajamos en el mismo lugar, no hay traslado posible.

Nos conocimos en el entrenamiento. Ella era una inmigrante rusa y aún al día de hoy me cuesta decidir qué fue lo primero que me llamó la atención de ella, porque todo llamaba la atención en ella. Irina era inteligente (no habría llegado hasta acá si no lo hubiera sido) simpática, tenía un humor muy fino y además era atractiva. Tenía tantas cosas a su favor que pronto tuvo a un séquito de colegas, técnicos e incluso administrativos a sus pies. Por alguna razón, me eligió, y comenzamos a vernos fuera del horario de trabajo.

El tiempo pasó, nos tocó compartir algunas misiones, nos casamos, éramos la envidia de los guiones de Hollywood, una pareja casi de ficción.

Hasta que un día ingresó María. Mexicana, brillante por supuesto (todas las mujeres que llegan acá lo son), pero en una versión que contrastaba con Irina. Desde su estética de morena latina hasta su humor, más familiar, cálido, no tan agresivo. Ella también me eligió a mí, a pesar del conflicto que eso representaba. Creo que en cierto modo la seducía lo irregular de nuestros encuentros, el secreto en el que se daban. Con Irina nos exhibimos todo el tiempo. Con María nos ocultábamos, el sexo era veloz, más satisfactorio aún por la adrenalina de saber que podíamos ser descubiertos.

También me tocó compartir misiones con ella, y pensé, ahora veo cuán errado estaba, que nadie sabía lo que ocurría entre nosotros, que nuestras charlas no podían ser interceptadas por las radios de otros colegas, que la inmensidad del espacio nos contenía.

Confié tanto en mi capacidad de ocultamiento que fue recién hace un rato que me di cuenta de que Irina sabe todo, que lo sabe desde hace tanto que elaboró este plan, porque no es casual. No tuve tiempo a reaccionar. Cuando ella me ordenó que fuera yo quien bajara del módulo a explorar este planeta, me pareció ver algo diferente en su mirada, pero los vidrios de los cascos reflejan la luz de las estrellas y es difícil estar seguro de lo que se percibe. Ella decidió que fuera yo quien explorara y se quedó dentro de la nave, monitoreando los aparatos y las computadoras. No era lo habitual, siempre salíamos juntos, nos gustaba descubrir mundos nuevos de a dos.

Al cabo de unos minutos de exploración sentí el vacío en los auriculares. El silencio perfecto, como una llamada que se corta y abre un portal al infinito.

Intenté volver a la nave, giré, a esta velocidad de cámara lenta que nos permiten los trajes y la falta de gravedad de este lugar, cuando terminé el giro vi lo que estaba haciendo. Irina daba arranque a la nave, se despegaba de la superficie y salía disparada hacia el espacio, dejando una nube de polvo denso detrás.

Quedé solo. Ella me castigó sin siquiera un grito, sin insultos, sin peleas. Siempre dije que era una mente superior.

Saqué de mi mochila los elementos de escritura con los que ahora resumo esta historia. Me pregunto si la próxima misión que venga lo encontrará, si acaso habrá más misiones a este lugar. Yo dejaré este testimonio aquí, no sé qué explicaciones dará Irina cuando llegue a Tierra.

Cierro esta narración, sin poder olvidar esa mirada espejada de mi esposa, su última acusación silenciosa, ese momento en el que me di cuenta de que se había terminado nuestro matrimonio. Y todo cuanto tuve y fui.




lunes, 28 de diciembre de 2020

Brasas

 

Del último asado, Arturo se fue con un ojo negro, Irene tuvo que tomarse un remís para ir a lo de su madre y de Facundo no se supo nada hasta el día siguiente, cuando apareció en el banco donde todos trabajaban con la ropa mugrienta y el aliento inconfundible de la resaca.

El domingo había comenzado como tantos otros. Vivíamos en una casa en conurbano, con jardín, pileta de lona y parrilla, así que nuestro quincho era el lugar elegido para las reuniones de los compañeros de mamá. Papá era un gran asador y de esos tipos que se llevan bien con cualquiera. No le importaba quedar fuera de las conversaciones chismosas: él no conocía a la mayoría de la gente que mencionaban, que la secretaria de Éste, que el jefe de departamento Aquel. Sí participaba cuando el tema era más coyuntural, después de todo, él también era contador. Mientras tanto, su rol era cuidar la parrilla y supervisarnos a nosotros, el grupo de los hijos, que corríamos y jugábamos en nuestro mundo paralelo.

Eran tres matrimonios y Osvaldito, así, en diminutivo eterno, el soltero incasable, aunque hoy lo recuerdo y entiendo que nunca quiso casarse, que las novias y las supuestas historias de romances fallidos debían encubrir cierta verdad que, a diferencia de lo que pasó ese día, jamás salió a la luz.

Ya habíamos comido los choripanes, que se sirven al principio, estricto protocolo de asador, y esperábamos la parte principal del almuerzo, cuando sonó el timbre. Mamá fue a abrir y volvió con Ester, la secretaria. Soltera con trágica historia de novio traidor:  plantada en el altar en sus juveniles veinte, algo de esa ilusión quedó ahí enraizado para siempre. Ella conocía a todos. En realidad, en el banco que trabajaba mamá, todos conocían a todos. Pero Ester, además, tenía tiempo y se dedicaba a escuchar y observar, por eso puede decirse que, de verdad, conocía a todos, y todo lo que todos hacían.

Cuando vio al grupo reunido, la boca se le congeló en una sonrisa de dientes a la vista y labios tensos, haciendo fuerza para no delatarse. Le pidió a mamá que la acompañara a la cocina y allá le contó que Irene, la mujer de Facundo, tenía una aventura, así hablaba ella y así lo repitió mamá esa tarde, con Arturo. Ella le contó eso a mamá que abrió los ojos en señal de horror, no porque fuera pacata o ingenua si no porque cuando levantó la vista vio a Facundo, que, recién salido del toilette, también había escuchado la confesión.

Antes de que mamá pudiera prevenir a nadie, Facundo ya estaba en el medio del jardín a los golpes con Arturo, que no sabía si defenderse o reírse por la broma que pensó que su amigo había improvisado.

Papá se quedó paralizado con el pincho de asado lleno de mollejas en la mano. Irene entendió sin que hiciera falta explicación y la miró a Ester con el ceño fruncido y la boca contraída. Irma, la mujer de Arturo, estalló en un ataque de risa que se le pasó horas después cuando mamá la sentó en la cocina, café y charla de por medio.

La reunión terminó así, en un segundo y a los golpes.

La amistad del grupo, también.

Esa semana todos pidieron cambio de sección o de sucursal, y ellos, que eran los adultos más divertidos que yo conocía, se esfumaron de mi vida en una diáspora bancaria de la que sólo quedan los recuerdos y las fotos que mamá guardó a pesar de todo.

Papá clausuró la parrilla para amigos. Los asados que siguieron fueron solo familiares.

Al otro día, cuando volvió de trabajar, lo ayudé a limpiar con papel de diario la grasa fría que cubría los fierros. Gotas de grasa, que se enfriaron y quedaron ahí, que nunca terminaron de caer sobre las brasas.

Tardamos más que otras veces, nos movíamos más lento.

Del último asado quedan las fotos de las primeras horas. Están guardadas en una caja de zapatos, mezcladas con otras fotos viejas. En una Facundo ríe abrazado a papá. En otra, Arturo e Irene muerden sus choripanes al mismo tiempo. Hay varias de nosotros, los hijos, jugando. Otra fue sacada en la cocina mientras las mujeres hacían las ensaladas.

Había frutillas con crema de postre para ese día. Quedaron olvidadas en la heladera y mamá las tiró a la basura una semana después.



sábado, 21 de marzo de 2020

Pinturas



El sol está alto. Aun así, hace frío.
Transcurrió ya más de la mitad de la mañana y las vecinas se encuentran en el almacén de Doña Amalia, lugar por excelencia de concentración de las noticias barriales.

-          Se lo llevan a Don Cosme, nomás.
-         ¿Cómo que se lo llevan? ¿A dónde?
-         A un psiquiátrico, a dónde va a ser.
-         Pero si es un loco lindo ese, no le hace mal a nadie.
-         No, pero ya está viejo. Parece que dejó el gas abierto o la estufa prendida, no entendí bien. Casi incendia toda la casa.
-         Pobre viejo. ¿Y no le pueden poner a alguien que lo cuide ahí, sin tener que internarlo?
-         Es que no hay quién pague los gastos. Quedó solo, no tiene a nadie.
-         Cierto. Anda mal desde lo del hijo pero empeoró cuando se le dio por vestirse como el pintor ese, Monet.
-         Claro, cuando empezó con lo de los nenúfares, como si no le bastara con llenar el jardín de enanitos de yeso pintados por él mismo.
Decía que el hijo y los nietos le indicaban qué color usar en cada uno. Y también que le hablaban a través de los muñecos.
-        ¿Y cómo fue que se le ocurrió pintar cuadros con esas flores?
-         Si no me equivoco fue después de que ese museo famoso trajera acá la exposición itinerante. El museo era de la ciudad donde había vivido el hijo y no sé qué habrá asociado este viejo que se le dio por decir que él debía continuar la obra del francés.
-         Qué tragedia lo del hijo. Toda una familia perdida en un instante.
-        Sí. Don Cosme nunca lo asimiló. Ya le había jodido que se fueran a vivir al continente, quizás por eso, porque ya estaban lejos cuando pasó, le costó más asumirlo.
El entierro fue a cajón cerrado, los cuerpos habían quedado destrozados. El viejo hizo el duelo como pudo, a ciegas. Nunca se despidió en realidad. Así quedó.
Lo peor fue cuando se encaprichó con hacer un estanque en el fondo de la casa para cultivar las flores esas. Quería inspirarse para pintar. Empezó a hacer el pozo y todo. ¿Se imagina con este clima helado lo que podía salir de esa empresa? Lo frenaron, le sacaron las herramientas y a partir de ahí del jardín se encargó un pibe de acción social. Lo dejaron pintar y agregar todos los muñecos que quisiera, eso sí.
-         ¿Y ahora se lo llevan entonces?
-        Así me dijo Elvira, que trabaja en la oficina de la obra social. No pueden arriesgarse a que esté solo, pone en peligro a todo el barrio. Buscaron algún familiar pero no hay nadie. Ni siquiera del lado de la mujer. Se olvidaron todos de él.
-        ¿Y qué van a hacer con los enanitos y los demás adornos que tiene en el parque? Son raros pero vistosos.
-        Yo propuse hacer una subasta barrial, como una venta de garaje, y con la plata le podemos comprar ropa nueva para que deje esos trapos que usa.
-        Sí, no es mala idea. ¿Y la casa?
-        La van a alquilar. Igual se le va a ir todo en gastos de medicamentos. Después no sé. Cuando se muera seguro que alguno de los que no lo quieren cuidar ahora aparece a reclamar la herencia, vio cómo es la gente.
-        Sí, vi. Claro que vi. Buitres hay en todos lados.
-        Acá le preparé una bolsita con pan de ayer y algunas otras cosas. ¿Usted se la alcanzaría? Tengo miedo de que no esté comiendo, el loco éste.
-        Sí, yo paso por la puerta y se lo dejo. Me da lástima, tan solo, tan abandonado.
-        Si se anima, entre. Va a ver qué lindos le salen los cuadros que está haciendo. Tiene una inspiración maravillosa, aunque nunca antes había pintado. Son como los de Monet, como si realmente tuviera enfrente al lago que quería construir. Lleno de esas flores acuáticas. Nenúfares.

Doña Estela sale del almacén con la bolsa. Camina los metros que la separan de la casa del viejo y aplaude. No hay timbre, nunca hizo falta, acá en la isla se mueven así, a los gritos o con palmas.
El hombre sale, cabizbajo, gruñe un saludo y se acomoda el sombrero de fieltro. La barba larga, de un color plateado lunar, exhibe manchas de pintura, como todo el resto de su vestimenta.
Estela le acerca la bolsa, de parte de doña Amalia, le aclara, él la acepta. Ya se cansó de decirle que no gracias a la mujer loca del negocio ese, pero ella insiste y él se somete a los cuidados que no cree necesitar.
Estela no se va enseguida. Empieza a preguntarle por su día, y él, con el único objetivo de sacársela de encima y anticipando un no por respuesta, la invita a pasar.
Ella acepta sonriente, se agacha para abrir la reja que la separa de la vereda y camina delante de la incredulidad de Don Cosme hacia el interior de la casa.
Lo que otrora fue el living está en penumbras, así que ella, sin pedir permiso, se acerca a las ventanas que dan a la calle y abre los postigos. La entrada de la luz corta como un cuchillo la oscuridad y revela las motas de polvo y las telarañas que dominan el lugar. La mujer va hacia la cocina a buscar algo con qué limpiar.
El viejo se deja caer en el sofá y genera con su peso una nube de polvo grisáceo, añejo.
Estela sacude, ilumina, ventila, se mueve de acá para allá, ni siquiera sabe bien por qué.
En un cuarto adjunto está lo que podría ser el estudio. Las paredes no se ven, las cubren hileras de lienzos pintados que se superponen unos a otros.
Verdes, azules, toques violentos de amarillo y blanco, algún atisbo de rosa. Las pinceladas son irregulares pero seguras, nada errático, nada que delate la impericia, la falta de experiencia de quien las hizo.
La mujer se queda estática.
A través de la ventana que da al jardín trasero siente que la miran. Se asoma y allí está la fauna completa de muñecos de jardín, gnomos, pingüinos y flamencos de yeso, todos con los ojos enfocados hacia ella.
La inquietan, pero se sobrepone. Le pregunta a Don Cosme cuál es su comida favorita. No distingue la respuesta pero asume que cualquier cosa casera y caliente va a ser un festín para ese hombre.
Le promete volver al día siguiente. Él le dice que no, no hace falta. Otra más que lo quiere cuidar.
Pero ella sale determinada y va hacia la oficina de acción social.
Nadie va a separar al viejo de su arte y sus criaturas.





jueves, 11 de julio de 2019

#1

Te va a parecer
que estoy acá.
Que me rio y me conecto
con el mundo.
Como siempre.
Pero no. No es así.
Estoy en alguna otra parte.
Despidéndome.
Empapando la memoria de recuerdos
tan fugaces
tan vacuos.
Quiero aferrarme a las imágenes
de los momentos felices
antes de que desaparezcan del todo. 
El tiempo es poco.
Se consume rápido.
Y vos me vas a ver así:
bromeando en los espacios habituales.
Aunque sea pura excepción
Aunque sea solo máscara
y la única verdad sean los restos de mí
que se diluyen en lágrimas.