miércoles, 31 de agosto de 2016

Conexión

La madrugada lo encuentra frente a esa página de Internet en la que tiene tantos amigos.
Quince solicitudes de amistades nuevas, veintidós interacciones, tres mensajes privados. Se ilusiona con esos, los que son solo para él. Apoya el cursor y abre. Dos son agradecimientos de algunas personas a quienes aceptó el día anterior, con enlaces a sus respectivas páginas web. El otro es una chica en pose seductora que le pregunta de dónde es.
Sale. Lo que se suponía personal no lo es tanto. No le hablan a él. Se dirigen por vía privada, pero no hay nada de especial ni secreto en lo que buscan.
La agenda le señala diez eventos para esa semana y tres cumpleaños de personas a quienes no se anima a saludar porque no las vio fuera de la red en su vida.
La chica con la que salió dos veces y nunca más aceptó una invitación le puso “me gusta” a tres de sus posteos. Pero cuando él le manda mensajes al celular responde con escuetos “saludos”, “besitos”; eso es todo. Nada.
De los eventos propuestos, sabe que no va a ir a ninguno, aunque a todos les puso que le interesaban o incluso que asistiría. Y no miente. Le interesan de verdad. Pero no quiere ir sin compañía a un lugar en el que no conoce a nadie. Al menos a nadie real.
Podría animarse y aparecer. Ver si reconoce las fotos de perfil. Arriesgarse a que lo conozcan a él también.
Los hijos de aquellas personas a quienes sí conoce, y desde hace mucho, están creciendo. Se topa sin quererlo con las fotos de esa chica tan bonita que festeja sus quince. Le da vergüenza, pero por el maquillaje y ese vestido que parece de novia no la ve como una niña, aunque lo sea.
¿Cuánto tiempo pasó desde que él mismo era un invitado a esas fiestas? Cuando era uno de los galanes del grupo. Velludo, alto, musculoso, parecía un hombre al lado de algunos de sus amigos que todavía no tenían un pelo de barba.
Busca en el rectángulo de la lupa el nombre de su novia de esa época, su quinceañera contemporánea, los primeros besos de verdad, la histérica educación religiosa que frenó tantos toqueteos.
No la encuentra. Ya lo sabe, si no es la primera vez que la busca. Nunca apareció. En esta red, al menos.
Podría buscarla en el mundo real. Llamar al número de la casa de los padres. Si no lo tiene lo puede rastrear en Internet con la dirección, que recuerda bien.
Podría, pero no lo va a hacer. Ya tiene bastante con tantos eventos y amigos y notificaciones que responder y caritas de felicidad, pulgares en señal de positivo, comentarios divertidos, indignados, gente que no es política en campaña. Políticos de carrera que sí hacen campaña, publicitaria.
Le quedan un par de horas de sueño antes de que suene el despertador y deba ir al trabajo.
La oficina lo espera, igual que todos los días.
Los papeles, el café recalentado una y mil veces, los sorbos ruidosos de su compañera del escritorio contiguo que a veces le ofrece un mate con esa bombilla que trae un hilo de baba colgando de los restos de labial.
El ruido mecánico del sello de la cajera, los teléfonos que se turnan en sus rings sin dar lugar al silencio. Trabajar en una guardería debe ser más tranquilo, al menos los bebés duermen. Los teléfonos no descansan. Si lo hacen es cuando él ya no está. No reconocería el silencio.
Una vez se cortó el cable del teléfono en la calle y fue una experiencia sobrenatural. Por un momento sintió vértigo, pensó que estaba sufriendo un ataque cardíaco.
Vuelve a la pantalla. Un par de “me gusta” más y se va a la cama a dormir lo que pueda. Espera no soñar. Suele despertarse angustiado, con una sensación de llanto inminente que logra controlar cada vez menos.
Ya sacó turno con el cardiólogo. Puede ser una arritmia, piensa, mientras el vacío ambiente le llena la mente de ideas de muerte.
Mira la planta en el borde del balcón a su derecha. Mustia, apagada. Otra vez olvidó regarla. Lo único con vida que lo rodea y se olvida. Si sigue así pronto no tendrá ni eso. Solo alguna que otra cucaracha en el desagüe de la cocina o el baño. Alguna araña.
Se rasca la cabeza, siente el principio de la despoblación.
Se le enfrió el té. Tilo. Doble saquito.
Tampoco logra adormecerlo.
Se levanta de la silla y se estira. Se mete en la cama, helada.

En dos horas comienza el día.

Foto (c) Julien Mauve 

domingo, 28 de agosto de 2016

A tomar el té

Se hizo la hora.
Paso a buscar a Anto y salimos como siempre, con las bicicletas. Llevamos las bolsas con las provisiones, el mantel y las flores que juntamos en los jardines de los vecinos.
Mamá me pregunta todos los días lo mismo, que para qué el mantel si ellos no lo usan. Pero nosotras sí, le digo. Y se calla y no vuelve a preguntar hasta la visita siguiente.
Tenemos un buen rato de camino por delante. Recorremos las cuadras soleadas y charlamos.
A Anto le gusta uno de los chicos del colegio. Yo le digo que para mí es un idiota, se hace el canchero. Pero ella insiste, dale que es lindo, relindo. Aunque se porte un poco tonto a veces.
Nos reímos fuerte.
Yo no pienso tanto en chicos, un poco sí, me da vergüenza cómo me mira Guille, pero no digo nada porque no sé si me gusta de verdad o qué me pasa.
Hoy se nos dio por hablar de eso. Otros días hablamos de otras cosas. De la escuela, de la seño. Yo la quiero pero a Anto mucho no le gusta. Piensa que nos da demasiada tarea. A mí me gusta estudiar, no soy traga pero soy curiosa. Todo me resulta interesante.
Nunca voy sola a estas visitas. Si Anto no puede venir lo dejamos para otro día y listo.
No es que me dé miedo, pero no tendría las charlas divertidas y no me imagino cómo sería eso. Triste, supongo. Y por eso no quiero que pase.
Al llegar atravesamos la reja y vamos hasta el sector de nuestras familias. Apoyamos las bicis en el mármol de uno de los miembros de otra. Con respeto, como corresponde. Así me enseñó mi abuela.
A ella la veo hoy, por suerte.
Anto me apura para estirar el mantel y también acomodamos las viandas. Unos sanguchitos, brownies y dos porciones de la torta que quedó del cumple de la hermana. Todo repartido en platos de plástico.
El termo con té, porque a pesar del sol hace frío, unas servilletas, vasos descartables. Nos queda un picnic completo.
Somos cuidadosas y prolijas.
Nos sentamos y empezamos a servir. Sabemos que llegarán en cualquier momento.
Al principio suena un murmullo, luego los sonidos se distinguen y podemos escucharlos.
Nos saludan y agradecen que hayamos venido. Otra vez. Nos reímos, no repitan siempre lo mismo, ya sabemos.
Pero una de ellos nos dice, con esa voz que suena igual a cuando hablás a través de un tubo, que un día nos vamos a olvidar. Que crecer y que los tiempos de hoy y que tarde o temprano dejaremos de visitarlos.
Anto y yo nos miramos. No es la primera vez que lo dice. Tía, eso nunca, le aseguramos. Pero solo nos devuelve un suspiro lejano y hueco.
Yo pienso en mamá, que sabe que venimos pero ella nunca puede acompañarnos. Cosas que hacer en la casa, el trabajo atrasado, que hay que preparar la cena. Manden saludos, la próxima será.
No lo digo en voz alta, pero creo que la tía tiene razón.
Los abuelos son los primeros que se dejan ver. No sé bien cómo funciona, pero solo aparecen para nosotras. No les resulta fácil hacerlo a plena luz del día, pero como no podemos venir de noche, hacen el esfuerzo.
Al rato llegan los familiares de Anto y se sientan a nuestro alrededor a compartir la merienda.
Ellos no comen ni beben. Ya no lo necesitan. Sí nos necesitan a nosotras.
Temen que los olvidemos y eso los convierta en nada. Así nos dicen. Mientras haya alguien que los visite, que los recuerde, ellos existirán.
Abrazamos las lápidas, que es lo único sólido que tenemos. Ellos sienten el abrazo distante y sonríen.
Calidez, dice alguien.
Amor, dice otro.
Les gusta que les contemos cómo van las cosas. No sólo de nuestra familia, de todo el pueblo también. Se ríen de los más viejos que todavía no llegaron. Ese sí que es yerba mala. Y se llena todo de sus carcajadas. Preguntan si se instaló alguien nuevo, si se mudó de ciudad algún otro.
Pasamos así la tarde. Nos miman con sus palabras, nos dicen lo lindas y grandes que estamos. Siempre es igual, pero les agradecemos.
Alguna de las mujeres nos quiere aconsejar acerca de novios pero no la dejamos, se nos pone la cara roja. Son el colmo estos viejos, no se quieren quedar afuera de nada.
Cuando el sol empieza a caer terminamos el picnic. Recogemos las cosas y nos preparamos para partir.
Ellos no vuelven a sus lugares enseguida. Quieren ver cuando nos vamos.
Nos gustaría despedirlos con la mano mientras nos acercamos a la puerta que queda algo lejos, pero sabemos que hoy vino alguien, un desconocido, que saca fotos, nos observa. Por eso preferimos disimular.

Él no entendería a quien saludamos.

Foto: (c) Juan Guinot