lunes, 28 de diciembre de 2020

Brasas

 

Del último asado, Arturo se fue con un ojo negro, Irene tuvo que tomarse un remís para ir a lo de su madre y de Facundo no se supo nada hasta el día siguiente, cuando apareció en el banco donde todos trabajaban con la ropa mugrienta y el aliento inconfundible de la resaca.

El domingo había comenzado como tantos otros. Vivíamos en una casa en conurbano, con jardín, pileta de lona y parrilla, así que nuestro quincho era el lugar elegido para las reuniones de los compañeros de mamá. Papá era un gran asador y de esos tipos que se llevan bien con cualquiera. No le importaba quedar fuera de las conversaciones chismosas: él no conocía a la mayoría de la gente que mencionaban, que la secretaria de Éste, que el jefe de departamento Aquel. Sí participaba cuando el tema era más coyuntural, después de todo, él también era contador. Mientras tanto, su rol era cuidar la parrilla y supervisarnos a nosotros, el grupo de los hijos, que corríamos y jugábamos en nuestro mundo paralelo.

Eran tres matrimonios y Osvaldito, así, en diminutivo eterno, el soltero incasable, aunque hoy lo recuerdo y entiendo que nunca quiso casarse, que las novias y las supuestas historias de romances fallidos debían encubrir cierta verdad que, a diferencia de lo que pasó ese día, jamás salió a la luz.

Ya habíamos comido los choripanes, que se sirven al principio, estricto protocolo de asador, y esperábamos la parte principal del almuerzo, cuando sonó el timbre. Mamá fue a abrir y volvió con Ester, la secretaria. Soltera con trágica historia de novio traidor:  plantada en el altar en sus juveniles veinte, algo de esa ilusión quedó ahí enraizado para siempre. Ella conocía a todos. En realidad, en el banco que trabajaba mamá, todos conocían a todos. Pero Ester, además, tenía tiempo y se dedicaba a escuchar y observar, por eso puede decirse que, de verdad, conocía a todos, y todo lo que todos hacían.

Cuando vio al grupo reunido, la boca se le congeló en una sonrisa de dientes a la vista y labios tensos, haciendo fuerza para no delatarse. Le pidió a mamá que la acompañara a la cocina y allá le contó que Irene, la mujer de Facundo, tenía una aventura, así hablaba ella y así lo repitió mamá esa tarde, con Arturo. Ella le contó eso a mamá que abrió los ojos en señal de horror, no porque fuera pacata o ingenua si no porque cuando levantó la vista vio a Facundo, que, recién salido del toilette, también había escuchado la confesión.

Antes de que mamá pudiera prevenir a nadie, Facundo ya estaba en el medio del jardín a los golpes con Arturo, que no sabía si defenderse o reírse por la broma que pensó que su amigo había improvisado.

Papá se quedó paralizado con el pincho de asado lleno de mollejas en la mano. Irene entendió sin que hiciera falta explicación y la miró a Ester con el ceño fruncido y la boca contraída. Irma, la mujer de Arturo, estalló en un ataque de risa que se le pasó horas después cuando mamá la sentó en la cocina, café y charla de por medio.

La reunión terminó así, en un segundo y a los golpes.

La amistad del grupo, también.

Esa semana todos pidieron cambio de sección o de sucursal, y ellos, que eran los adultos más divertidos que yo conocía, se esfumaron de mi vida en una diáspora bancaria de la que sólo quedan los recuerdos y las fotos que mamá guardó a pesar de todo.

Papá clausuró la parrilla para amigos. Los asados que siguieron fueron solo familiares.

Al otro día, cuando volvió de trabajar, lo ayudé a limpiar con papel de diario la grasa fría que cubría los fierros. Gotas de grasa, que se enfriaron y quedaron ahí, que nunca terminaron de caer sobre las brasas.

Tardamos más que otras veces, nos movíamos más lento.

Del último asado quedan las fotos de las primeras horas. Están guardadas en una caja de zapatos, mezcladas con otras fotos viejas. En una Facundo ríe abrazado a papá. En otra, Arturo e Irene muerden sus choripanes al mismo tiempo. Hay varias de nosotros, los hijos, jugando. Otra fue sacada en la cocina mientras las mujeres hacían las ensaladas.

Había frutillas con crema de postre para ese día. Quedaron olvidadas en la heladera y mamá las tiró a la basura una semana después.