martes, 11 de octubre de 2011

Matrioschka

Hay una plaza.
Y en la plaza hay un banco.
Y en el banco hay un viejo, con la mirada triste de absoluta melancolía.
Y en el viejo hay un niño, que corre las palomas, y reta al viento sin miedo al frío. 
Y se ríe, y juega sin cansarse. 
Y se siente dueño del mundo.


Ajo

Dicen que el ajo, además de sus consabidas propiedades antivampíricas, absorbe las energías negativas. La "mala onda", según los más chicos.
No se sabe bien por qué, aunque seguramente por la segunda cualidad, la cocina de doña Simona era una gran exhibición de ristras de ajo. Colgaban de todos los rincones, con sus cintas rojas, y a veces violeta (contra la envidia, y la "mala onda", dicen lo que saben, respectivamente). Y es que doña Simona estaba segura de que todos los que se acercaban a su casa lo hacían para dañarla, de alguna u otra manera. Eran todos envidiosos, en su opinión.
Y cómo no tenerle envidia, razonaba, si sus flores eran las mejores del barrio.  Las cuidaba celosamente, y jamás, pero jamás, había prestado un gajito a una vecina, ni cortado una flor a un enamorado que le pedía para llevarle a su noviecita. La perfección no se comparte.
Sus mates también eran los mejores, por eso nadie se animaba a invitarla a tomar uno: sabían que no la podían superar.  Ella tampoco invitaba. Seguramente vendrían todos a intentar develar el ingrediente secreto, el detalle que convertía a esos mates en la infusión perfecta.
Toda su historia había sido así. La mejor del colegio, nunca quiso estudiar con otra compañera porque le haría perder el tiempo.
Nunca se casó. Todas las mujeres envidiaban su belleza, y esa energía negativa había espantado a cuanto hombre se le acercó. Y no era algo que lamentara demasiado, ninguno de ellos era lo suficientemente bueno como para ser el padre de sus hijos, que, de haber existido, habrían sido seres ejemplares para la humanidad. Hacía un tiempo, se reía sola al leer las noticias sobre la clonación: era indiscutible que sus hipotéticos hijos habrían sido especímenes dignos de reproducción.
Incluso su familia destilaba envidia. Nadie soportó que fuera tan buena en todo. Sus parientes eran tan envidiosos que ella misma decidió apartarse, al fin y al cabo, aunque nunca lo dijeran, todos querían tener su vida.
Se sabía la mejor cocinera, la mejor tejedora, la mejor jardinera, la mejor planchadora, la mejor vecina. Ella comprendía que les costara tratar con ella, cualquiera se sentía un poco avergonzado de sí mismo al estar cerca de alguien así. Por eso tanta hostilidad. Tanta mala onda.
Y para contrarrestarla, ajo. Y más ajo.
Una mañana su casa amaneció rodeada por patrulleros, una ambulancia, los bomberos que corrían ajetreados con un hacha, un cerrajero frustrado por no poder abrir la mejor cerradura de seguridad. Finalmente entraron. Allí yacía doña Simona, en el suelo, sin vida, aparentemente después de  unas semanas de estar allí. Nadie se había dado cuenta de que faltaba. El alerta lo dieron los del supermercado, al notar que tras varias visitas para cobrar, no atendía el timbre. Ella nunca había dejado deuda, era la mejor pagadora.
Muerte natural, un oficio fúnebre solitario: sólo el sacerdote de turno y un par de empleados del cementerio. Y la última voluntad de Simona que alguien encontró revisando los imanes de la heladera: una ristra de ajo colgando de la lápida. Para que nadie contamine con envidia su tumba. La mejor de todas.