martes, 22 de diciembre de 2015

Arañas

Lo importante con las arañas es saber todo el tiempo dónde están.
Supongo que ese es el mantra de cualquier militar en situación de guerra: conocer en todo momento la posición del enemigo.
La cosa es así: en cuanto te das cuenta de que hay una araña en tu cuarto, registrás su ubicación y controlás que permanezca siempre en el lugar donde la viste. Ellas suelen elegir las esquinas del cielorraso, donde pueden extender sus telarañas en diagonal, que así dispuestas funcionan como redes a la espera de las presas.
Eso es lo que tienen de bueno. Las arañas esperan a sus víctimas. Les tienden esas trampas apenas visibles y ahí se quedan. Por eso no se pasean por tu habitación en busca de comida: la comida les va a llegar tarde o temprano.
Todas las noches, y varias veces durante el día si es posible también, es fundamental verificar que la araña siga en su rincón elegido. Podés dormir tranquilo si así sucede.
El problema surge ese día en el que llegás y ves que no está más donde la dejaste. Que se movió. O se murió, no hay manera de saberlo.
Ahí es cuando te empieza a carcomer el miedo, cuando recrudece la fobia y mirás debajo de la cama, encima, entre las sábanas. No vas al baño tranquilo porque puede picarte en el momento menos pensado, puede estar oculta debajo del inodoro.
Porque aunque se alimente de insectos puede querer lastimarte, atacarte, y se escondió para eso.
Nunca vas a saber adónde fue y la incertidumbre te seguirá por días, meses, hasta que la biología te diga que no hay manera de que siga con vida aquella araña que viste una vez.
Para entonces puede que ya haya una nueva en alguna otra junta de pared y cielorraso. Tomarás entonces registro mental de su ubicación y te quedarás tranquilo mientras veas que se mantiene en su posición. Vigilancia constante.

Porque lo importante con las arañas, o con cualquier enemigo en realidad,  es saber siempre dónde están.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Juego II

(El origen de esto también fue un juego, un verano allá hace algunos años)

Lista de pequeños placeres (no necesariamente pendientes)
Andar descalza sobre la arena húmeda
Besar sin límites
Cocinar cosas ricas a los seres queridos
CHapotear, como cuando éramos chicos
Dormir una siesta en una hamaca paraguaya
Explorar lugares nuevos
Festejar todo lo que se pueda con los afectos
Ganar un reconocimiento
Holgazanear de vez en cuando
Irse de vacaciones con amigos y/o en familia
Kino (cine, en alemán)
Leer
Meterse en la pile cuando hace mucho calor
Nadar en el mar (de Gesell, o el Caribe alguna vez)
Ñoquis en domingo frío de invierno
Osar divertirse sin miedo al ridículo
Pasear sin apuro bajo la lluvia de verano
Quedarse en silencio frente a un paisaje sublime
Reir, sin necesidad de explicar ni de que nadie entienda
Soñar sin censura, buscar hacer realidad esos sueños
Trabajar con gente piola
Urdir planes descabellados (e intentar concretarlos)
Ver las caras de los seres queridos saboreando las cosas ricas
Webear, que es lo que estamos haciendo ahora…
XXX (quiero creer que se entiende)
Yacer sobre el pasto en una fresca tarde de verano
Zarpar con la imaginación hacia lugares impensados


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Mamá

Mi mamá es diferente a las demás mamás.
Por ejemplo, tiene la cabeza llena de pajaritos. Hay de todos los colores y tamaños: desde simples gorriones a sofisticados cardenales y entonados ruiseñores.
A veces ella te avisa: ojo que hoy estoy con los pajaritos volados. Es cuando anda de un humor raro.
Y es verdad, porque si la mirás bien, ves que entre sus cabellos se asoman un montón de ramitas vacías.
Por suerte los pájaros siempre le vuelven, y ella se pone contenta y normal otra vez.
Mamá tiene el pelo azul. Y no porque se tiña. Se le refleja el cielo y, a veces, cuando llueve con sol, hasta se le puede ver el arcoiris.
Ella no es como las modelos de las publicidades de bancos o de shoppings.
No le hace falta tomarse aviones ni comprar pasajes caros para llevarme a pasear.
Agarra un libro y me lo lee. Y enseguida su voz se transforma en una alfombra mágica que me lleva a visitar los lugares más maravillosos.
Y cuando termina el viaje, estamos de nuevo las dos en casa, y sonreímos felices.
Amo a mi mamá, aunque sea distinta, y aunque a veces se enoje o se canse de tanto trabajar.
Porque es divertida, me llena de mimos y besos, me enseña, me acompaña.
Pero por sobre todas las cosas, porque es mi mamá.


 Ilustración: "Pájaros en la cabeza", de Susana Rodríguez ( http://www.dibujoseninvierno.com/ )

martes, 8 de diciembre de 2015

Prosa poética 1

En el ruido está silencio y en la multitud, la soledad profunda.
El encuentro se produce a solas y la mejor conversación es sin palabras.
Podemos tener razón y razones, sin embargo la verdad nos es inasible, inalcanzable.

Coherencia es la contradicción y la sanidad, a veces, está en la locura.


viernes, 4 de diciembre de 2015

Decimotercero

No era un lobizón.
La desgracia de Manolo era mucho peor que una transformación en noches de luna llena. La suya era una maldición con todas las letras. Era el decimotercer hijo del matrimonio López.
Su madre era aún algo joven cuando lo tuvo, aunque ya parecía una vieja. Flaquísima, arrugada y desdentada (el calcio se lo había ido absorbiendo cada vástago en el vientre), doña María siempre había mirado a Manuel – era la única que lo llamaba así – con recelo.
Desde que nació, aquel martes 13 de enero de 1913, ella había esperado que en su hijo se hiciera carne la desgracia. Había tomado cuanto yuyo conocía, caminado leguas, en fin, había hecho lo imposible por adelantar ese parto. Pero no hubo caso, ese chico debía estar protegido por el demonio. Venir a nacer en un día así. En realidad ya había tratado de frenar a su marido. Con doce hijos, ¿qué necesidad tenía? Tampoco hubo mucho que hacer, José llegaba algo pasado de copas a veces y así no sólo habían llegado al decimotercero, sino que seguían engendrando hijos.
Apenas nació la criatura, que sobrevivió a tanta movilización materna nadie sabe cómo, le trajeron a María una bruja, para que le adelantara lo que podía esperar del crío y combatir el maleficio, si es que la tarifa no se encarecía demasiado. El vaticinio de la mujer no le sirvió a esa madre. Le prometió que el pequeño sería fuerte, sano y que su futuro no tendría mayores problemas.
Lechuza engañadora, conspira con Satanás y me oculta la verdad. La echó a los gritos, acusándola de robarles el dinero con mentiras. Su hijo estaba maldito y ella lo sabía.
Sin embargo los años pasaron y el niño crecía saludable, aunque su madre no lo mimaba, ni le preparaba las torrejas como a sus otros hermanos. Manolo no recordaba canciones de cuna ni caricias. Doña María prefería tomar distancia de eso que había salido de su vientre, por temor a encariñarse con la encarnación de la desdicha.
En 1926 el chico cumpliría los trece años y, para tenerlo lejos por si sobrevenía algún infortunio, lo enlistó en el ejército. De más está decir que Manolo sobrevivió a ese cumpleaños. Y a la Guerra Civil. Y a sus veintiséis. Y a los treinta y nueve. Y a los martes trece. Y a los gatos negros, las escaleras y hasta a las mujeres de las que se enamoró y no lo correspondieron.
Tuvo una buena vida, Manolo. Ascendió en su carrera militar, obtuvo cargos, ganó dinero. Un buen día conoció a una muchacha que también se enamoró de él y se casaron. Tuvo hijos, nietos, bisnietos. Y en todos esos años, nunca se atravesó en su camino la desgracia. Falleció en el 2013, hace poco. Algo que muchos consideran más que buena suerte.

Lástima que doña María nunca se enteró, ella se fue mucho antes. Como tampoco nunca cayó en la cuenta de que la única maldición que había sufrido su decimotercer hijo fue que su madre no lo hubiera querido.