martes, 27 de diciembre de 2016

Cosmos

Teníamos cinco años y Plutón todavía era planeta.
Las maestras del jardín nos habían llevado de excursión al Planetario, ese teatro con forma de esfera enorme que desafiaba la cuadratura del resto de las construcciones.
A nosotros nos gustaban mucho los paseos. En parte porque rompían la rutina de la sala, pero también por la aventura del viaje de una hora en micro mientras merendábamos y le cantábamos a los gritos “chofer, chofer” al conductor, un viejo malhumorado que protestaba y le exigía a la señorita  que pusiera orden.
Exigencia de orden.
Yo quería ser la novia de Sebastián, unos de mis compañeros. Habíamos actuado juntos para el 25 de mayo. A él le tocó hacer de granadero y a mí, de dama antigua. Bailamos el vals más torpe que se recuerde pero fui feliz con mi vestido celeste con puntillas y ese galán que me guiaba y pisaba al mismo tiempo.
El día del Planetario me senté a su lado en el teatro. Cuando la sala se oscureció y tuvimos que reclinarnos hacia atrás para ver las imágenes que proyectaba la hormiga gigante ubicada en el centro, yo exhalé en un suspiro ahogado. Él llegó a escucharlo y, canchero, soplándose el flequillo largo, me dijo que no me asustara. Que su hermano más grande ya había ido y no había nada que diera miedo.
Le sonreí nerviosa y él me tomó de la mano. Nos quedamos así, miramos ese cielo falso que se abría por encima de nosotros y comenzamos a flotar juntos, a recorrer el espacio.
Atravesamos nebulosas, evitamos agujeros negros, jugamos a adivinar constelaciones. Esquivamos meteoritos y pedimos deseos a las estrellas fugaces. Quisimos visitar el planeta del Principito, pero no estaba.
Desafiamos la gravedad y el silencio interminable con nuestras risas.
Continuamos ese viaje maravilloso hasta que la señorita tiró del cable de seguridad de nuestra nave invisible para avisarnos que era hora de partir.
Regreso forzoso a la Tierra.
En el viaje de vuelta nos sentamos juntos y nos quedamos dormidos, hombro con hombro. Al llegar al jardín me dio un beso en la mejilla. Rápido, furtivo. Prohibido, como todo en aquellos días.
No dejé que mamá me lavara ese lado de la cara por semanas.  Mis amigas se burlaban “tiene novio, tiene novio”.
Ese año egresamos y al siguiente empecé en uno con primaria, secundaria, uniforme y religión.
Él fue a otro y una noche, sin despedirse, su familia se mudó de barrio.

Nunca más supe de él.





Publicado originalmente como colaboración en el blog "No será mucho", de Giselle Aronson.

sábado, 29 de octubre de 2016

Aquelarre

Nos reunimos una vez por mes desde que tenemos uso de razón. Desde que descubrimos que teníamos ciertos dones que era difícil compartir con el mundo.
No hace falta cruzar palabra para reconocernos.
En los encuentros reímos mucho, sobre todo de las solicitudes de nuestros clientes. La mayoría son mujeres abandonadas por sus parejas que quieren recuperarlos. Vienen con un calzoncillo sin lavar o hasta un mechón de pelo arrancado en la última pelea y quieren que les hagamos una “unión”.
Les tiramos las cartas primero. Todo se cobra y no vamos a dejar de lucrar con una situación tan propicia. Salga el naipe que salga, la lectura indicará de manera infalible que alguien cercano a su entorno le desea el mal, le hizo un embrujo y por eso el marido, novio o amante se fue.
¿Para qué le vamos a decir que no vuelva con el idiota? Nuestra tarea es tranquilizar mentes, decir lo que quieren escuchar. Así cobramos la tirada de cartas, el gualicho anti gualicho y el amarre (o curso de navegación como me gusta llamarlo: nuditos por todos lados). Una atadura, nada les importa, si pudieran lo tendrían amordazado también.
Palo santo, rezo a la Virgen (cualquiera, en realidad se supone que nosotras trabajamos con fuerzas opuestas, pero nos debemos al marketing), bolsita de hierbas de la huerta y listo, la clienta se va feliz, segura de que nada en la ruptura de la pareja fue su responsabilidad y más segura aún de que el desgraciado va a volver rendido a sus pies.
A veces lo hacen. Vuelven. Y ahí me lamento por ellas, por ese capricho de seguir al lado de alguien que no las quiere.
Nosotras en cambio somos solitarias. Viejas de los gatos, en parte porque nos gustan y en parte porque hacen a la imagen que la gente quiere tener de nosotras. Muchos negros, si es posible, aunque yo prefiero los atigrados a decir verdad.
De un tiempo a esta parte esperamos con ansias el fin de octubre. Se puso de moda por estos pagos tan católicos pero tan proclives a creer en cualquier cosa, el tema de festejar nuestro día.
Una ridiculez, pero que a nosotras nos viene muy bien.
Mezcla del respeto y temor que inspiramos, los vecinos vienen cual devotos a regalarnos cosas, ofrendas para ganarse nuestra simpatía.
Y nosotros los dejamos, ¿quiénes somos para arruinar la felicidad del novedoso ritual?
Nos traen desde golosinas (a veces no filtran las ideas) o alguna torta casera,  hasta presentes en metálico. Sin hacer nada, solo ponemos caras de aceptación, intentamos un brillo cómplice en nuestras miradas y nos exhibimos con ropas exóticas y la mayor cantidad de felinos posible.
Ellos se van tranquilos con el deber cumplido, nosotras juntamos bienes para la mejor reunión del año.
Cuando alguien nos acusa de estafadoras, yo no me enojo. Le digo que en todo caso soy como esos magos importantes que llenan teatros: una ilusionista.
Doy, damos, lo que nos piden: la idea de un amante que volverá, la idea de la felicidad ahí adelante, como la zanahoria del caballo que corre y corre sin ser consciente de que no la va a alcanzar nunca. Excepto que su amo quiera dársela.
Somos fortalecedoras de esperanzas. No engañamos a nadie que no quiera serlo. Que no haya sido engañado antes con maldad y a expensas del verdadero dolor.
No creemos en los trucos que vendemos. No como trucos al menos, son nuestro medio de vida.
Pero sí creemos en que el verdadero amor es posible. Y así de horribles como nos tildan, nos emocionamos cuando lo vemos de verdad, siempre por la calle, en aquellas mujeres que jamás vendrían a consultarnos para pedir un marido retornable.
Cuando hay dos que se miran y la electricidad que generan altera la física del mundo.
Cuando se besan y sabemos que ahí sí hay magia. Y de la buena.

En ese encuentro. En esos labios brujos.



sábado, 17 de septiembre de 2016

Siesta

Es la hora muerta del verano: la siesta.
Los grandes duermen o trabajan. Las vacaciones son patrimonio de los chicos.
En la tele solo pasan películas viejas o alguna telenovela que ni a la abuela le interesa. Todo en blanco y negro.
El sol derrite apenas el asfalto, que queda más brilloso que de costumbre, pero nosotros jugamos en el jardín, al fondo de casa.
La calle está vacía de otros niños. No nos dejan estar afuera sin la supervisión de un adulto.
Si cantan las chicharras, jugamos con agua. Baldes y mangueras.
Si no, jugamos al mercado, a cocinar, andamos en patines.
No usamos relojes, pero de alguna manera aprendida a fuerza de rutina, sabemos cuándo se acerca la hora.
Nos acomodamos de rodillas, los codos apoyados en el respaldo del sofá para poder mirar por el ventanal que da a la calle.
Descorremos la cortina y monitoreamos los escasos movimientos callejeros. Casi no pasan autos por este barrio veraniego y suburbano. Está tranquilo. Nadie va ni viene.
Los colectivos circulan por la avenida que queda a la vuelta.
Tiempo suspendido.
Tengo el monedero listo, apretado en una mano, y la ansiedad a flor de piel.
Es que cuando llegue hay que correr, porque si pasa y no nos ve, sigue de largo y no tenemos permitido perseguirlo por ahí.
A lo lejos se empieza a distinguir la invitación. La voz tan esperada. La ruptura de esa nada que es la siesta.
Heladeeeero. Palitobombónhelado.
Nos apuramos y por la brusquedad trabamos la llave de la puerta. Lo intentamos de nuevo. Sale bien. Abrimos.
No hay rejas en los frentes de las casas todavía, así que llegamos rápido a la vereda.
Por fin lo vemos doblando la esquina. El carro blanco lo precede. Detrás, él, el dueño de la voz. También todo de blanco, hasta el birrete.
Se detiene y los chicos de la cuadra nos encimamos a su alrededor.
A mí me gustan los palitos de agua sabor frutilla. A mi hermana, el bombón de vainilla con baño de chocolate. Pago yo porque ya sé manejar la plata; ella, no.
Volvemos a entrar a casa. Felices, botín en mano.
Tratamos de no manchar la ropa mientras comemos y jugamos.
El verano puede seguir su curso.


miércoles, 31 de agosto de 2016

Conexión

La madrugada lo encuentra frente a esa página de Internet en la que tiene tantos amigos.
Quince solicitudes de amistades nuevas, veintidós interacciones, tres mensajes privados. Se ilusiona con esos, los que son solo para él. Apoya el cursor y abre. Dos son agradecimientos de algunas personas a quienes aceptó el día anterior, con enlaces a sus respectivas páginas web. El otro es una chica en pose seductora que le pregunta de dónde es.
Sale. Lo que se suponía personal no lo es tanto. No le hablan a él. Se dirigen por vía privada, pero no hay nada de especial ni secreto en lo que buscan.
La agenda le señala diez eventos para esa semana y tres cumpleaños de personas a quienes no se anima a saludar porque no las vio fuera de la red en su vida.
La chica con la que salió dos veces y nunca más aceptó una invitación le puso “me gusta” a tres de sus posteos. Pero cuando él le manda mensajes al celular responde con escuetos “saludos”, “besitos”; eso es todo. Nada.
De los eventos propuestos, sabe que no va a ir a ninguno, aunque a todos les puso que le interesaban o incluso que asistiría. Y no miente. Le interesan de verdad. Pero no quiere ir sin compañía a un lugar en el que no conoce a nadie. Al menos a nadie real.
Podría animarse y aparecer. Ver si reconoce las fotos de perfil. Arriesgarse a que lo conozcan a él también.
Los hijos de aquellas personas a quienes sí conoce, y desde hace mucho, están creciendo. Se topa sin quererlo con las fotos de esa chica tan bonita que festeja sus quince. Le da vergüenza, pero por el maquillaje y ese vestido que parece de novia no la ve como una niña, aunque lo sea.
¿Cuánto tiempo pasó desde que él mismo era un invitado a esas fiestas? Cuando era uno de los galanes del grupo. Velludo, alto, musculoso, parecía un hombre al lado de algunos de sus amigos que todavía no tenían un pelo de barba.
Busca en el rectángulo de la lupa el nombre de su novia de esa época, su quinceañera contemporánea, los primeros besos de verdad, la histérica educación religiosa que frenó tantos toqueteos.
No la encuentra. Ya lo sabe, si no es la primera vez que la busca. Nunca apareció. En esta red, al menos.
Podría buscarla en el mundo real. Llamar al número de la casa de los padres. Si no lo tiene lo puede rastrear en Internet con la dirección, que recuerda bien.
Podría, pero no lo va a hacer. Ya tiene bastante con tantos eventos y amigos y notificaciones que responder y caritas de felicidad, pulgares en señal de positivo, comentarios divertidos, indignados, gente que no es política en campaña. Políticos de carrera que sí hacen campaña, publicitaria.
Le quedan un par de horas de sueño antes de que suene el despertador y deba ir al trabajo.
La oficina lo espera, igual que todos los días.
Los papeles, el café recalentado una y mil veces, los sorbos ruidosos de su compañera del escritorio contiguo que a veces le ofrece un mate con esa bombilla que trae un hilo de baba colgando de los restos de labial.
El ruido mecánico del sello de la cajera, los teléfonos que se turnan en sus rings sin dar lugar al silencio. Trabajar en una guardería debe ser más tranquilo, al menos los bebés duermen. Los teléfonos no descansan. Si lo hacen es cuando él ya no está. No reconocería el silencio.
Una vez se cortó el cable del teléfono en la calle y fue una experiencia sobrenatural. Por un momento sintió vértigo, pensó que estaba sufriendo un ataque cardíaco.
Vuelve a la pantalla. Un par de “me gusta” más y se va a la cama a dormir lo que pueda. Espera no soñar. Suele despertarse angustiado, con una sensación de llanto inminente que logra controlar cada vez menos.
Ya sacó turno con el cardiólogo. Puede ser una arritmia, piensa, mientras el vacío ambiente le llena la mente de ideas de muerte.
Mira la planta en el borde del balcón a su derecha. Mustia, apagada. Otra vez olvidó regarla. Lo único con vida que lo rodea y se olvida. Si sigue así pronto no tendrá ni eso. Solo alguna que otra cucaracha en el desagüe de la cocina o el baño. Alguna araña.
Se rasca la cabeza, siente el principio de la despoblación.
Se le enfrió el té. Tilo. Doble saquito.
Tampoco logra adormecerlo.
Se levanta de la silla y se estira. Se mete en la cama, helada.

En dos horas comienza el día.

Foto (c) Julien Mauve 

domingo, 28 de agosto de 2016

A tomar el té

Se hizo la hora.
Paso a buscar a Anto y salimos como siempre, con las bicicletas. Llevamos las bolsas con las provisiones, el mantel y las flores que juntamos en los jardines de los vecinos.
Mamá me pregunta todos los días lo mismo, que para qué el mantel si ellos no lo usan. Pero nosotras sí, le digo. Y se calla y no vuelve a preguntar hasta la visita siguiente.
Tenemos un buen rato de camino por delante. Recorremos las cuadras soleadas y charlamos.
A Anto le gusta uno de los chicos del colegio. Yo le digo que para mí es un idiota, se hace el canchero. Pero ella insiste, dale que es lindo, relindo. Aunque se porte un poco tonto a veces.
Nos reímos fuerte.
Yo no pienso tanto en chicos, un poco sí, me da vergüenza cómo me mira Guille, pero no digo nada porque no sé si me gusta de verdad o qué me pasa.
Hoy se nos dio por hablar de eso. Otros días hablamos de otras cosas. De la escuela, de la seño. Yo la quiero pero a Anto mucho no le gusta. Piensa que nos da demasiada tarea. A mí me gusta estudiar, no soy traga pero soy curiosa. Todo me resulta interesante.
Nunca voy sola a estas visitas. Si Anto no puede venir lo dejamos para otro día y listo.
No es que me dé miedo, pero no tendría las charlas divertidas y no me imagino cómo sería eso. Triste, supongo. Y por eso no quiero que pase.
Al llegar atravesamos la reja y vamos hasta el sector de nuestras familias. Apoyamos las bicis en el mármol de uno de los miembros de otra. Con respeto, como corresponde. Así me enseñó mi abuela.
A ella la veo hoy, por suerte.
Anto me apura para estirar el mantel y también acomodamos las viandas. Unos sanguchitos, brownies y dos porciones de la torta que quedó del cumple de la hermana. Todo repartido en platos de plástico.
El termo con té, porque a pesar del sol hace frío, unas servilletas, vasos descartables. Nos queda un picnic completo.
Somos cuidadosas y prolijas.
Nos sentamos y empezamos a servir. Sabemos que llegarán en cualquier momento.
Al principio suena un murmullo, luego los sonidos se distinguen y podemos escucharlos.
Nos saludan y agradecen que hayamos venido. Otra vez. Nos reímos, no repitan siempre lo mismo, ya sabemos.
Pero una de ellos nos dice, con esa voz que suena igual a cuando hablás a través de un tubo, que un día nos vamos a olvidar. Que crecer y que los tiempos de hoy y que tarde o temprano dejaremos de visitarlos.
Anto y yo nos miramos. No es la primera vez que lo dice. Tía, eso nunca, le aseguramos. Pero solo nos devuelve un suspiro lejano y hueco.
Yo pienso en mamá, que sabe que venimos pero ella nunca puede acompañarnos. Cosas que hacer en la casa, el trabajo atrasado, que hay que preparar la cena. Manden saludos, la próxima será.
No lo digo en voz alta, pero creo que la tía tiene razón.
Los abuelos son los primeros que se dejan ver. No sé bien cómo funciona, pero solo aparecen para nosotras. No les resulta fácil hacerlo a plena luz del día, pero como no podemos venir de noche, hacen el esfuerzo.
Al rato llegan los familiares de Anto y se sientan a nuestro alrededor a compartir la merienda.
Ellos no comen ni beben. Ya no lo necesitan. Sí nos necesitan a nosotras.
Temen que los olvidemos y eso los convierta en nada. Así nos dicen. Mientras haya alguien que los visite, que los recuerde, ellos existirán.
Abrazamos las lápidas, que es lo único sólido que tenemos. Ellos sienten el abrazo distante y sonríen.
Calidez, dice alguien.
Amor, dice otro.
Les gusta que les contemos cómo van las cosas. No sólo de nuestra familia, de todo el pueblo también. Se ríen de los más viejos que todavía no llegaron. Ese sí que es yerba mala. Y se llena todo de sus carcajadas. Preguntan si se instaló alguien nuevo, si se mudó de ciudad algún otro.
Pasamos así la tarde. Nos miman con sus palabras, nos dicen lo lindas y grandes que estamos. Siempre es igual, pero les agradecemos.
Alguna de las mujeres nos quiere aconsejar acerca de novios pero no la dejamos, se nos pone la cara roja. Son el colmo estos viejos, no se quieren quedar afuera de nada.
Cuando el sol empieza a caer terminamos el picnic. Recogemos las cosas y nos preparamos para partir.
Ellos no vuelven a sus lugares enseguida. Quieren ver cuando nos vamos.
Nos gustaría despedirlos con la mano mientras nos acercamos a la puerta que queda algo lejos, pero sabemos que hoy vino alguien, un desconocido, que saca fotos, nos observa. Por eso preferimos disimular.

Él no entendería a quien saludamos.

Foto: (c) Juan Guinot

martes, 19 de julio de 2016

Gordos Anónimos

Tenemos un factor en común: todos debemos perder peso.
Y digo “debemos” porque algunos no quieren en realidad. No se ven sobrepasados por los kilos. Los mandó algún médico o su cónyuge, si es flaco.
Al resto nos trajo la balanza, la ropa que no entra, sin necesidad de pedir segundas opiniones. El número (peso o talle) era un veredicto claro.
Nos reunimos en la planta alta de la sala de auxilios del barrio. Colaboramos con un modesto bono mensual que sirve para pagar el sueldo de las coordinadoras y las fotocopias. El cuadernillo de peso, las recetas y otras publicaciones adicionales se venden aparte.
El horario elegido es el de los martes a las 19 horas, así todos llegamos cómodos de nuestros trabajos.
El problema es que esté tan cerca del fin de semana. Lo ideal sería reunirnos los viernes, así nos quedan cinco días para adelgazar lo que comimos entre el sábado y domingo pasados y nos deja margen para comer el sábado y domingo siguientes.
La rutina es clara: llegamos, nos saludamos, hacemos la fila para pesarnos y a medida que recibimos nuestro resultado pasamos a la otra sala, donde nos esperan las sillas dispuestas en círculo.
La coordinadora ocupa una que se transforma en una suerte de cabecera, aunque la disposición sea redonda y la democracia intente imponerse.
Ella nos aventaja por mucho. Cuenta que bajó cuarenta kilos y ahí está, no los recuperó todavía. Mucho mejor que nosotros que vamos y venimos con el mismo kilo arriba y abajo hace semanas.
No sabemos nada uno del otro. Nos sentamos generalmente en la misma ubicación que la reunión anterior, como si los lugares fueran reconociendo el ADN del culo de su usuario habitual. A veces no recuerdo ni los nombres, y me parece que la coordinadora con el peso excedente también perdió algo de su memoria porque mira el papel antes de dirigirse a cada uno.
Esa hoja fatídica en la que lleva registro de nuestros movimientos históricos.
Cuando estamos todos, o se hace la hora, comienza la rueda. Uno a uno vamos contando cómo nos fue en la semana, si bajamos, o no. Y en ese caso a buscar explicaciones.
Nunca falla. Los que subieron de peso es porque tuvieron alguna fiesta, reunión o asado ineludible. Y qué se puede hacer en esos casos si no comer, nadie quiere quedar mal con el que lo invitó.
Comienzan a enumerar los bocados, a veces con descripciones sensoriales al detalle de lo que engulleron esos días.
Es así que el resto comenzamos a oler el asado, ese choripán chorreante de aderezos criollos abrazado por un pan recién salido del horno. O la torta de cumpleaños de la sobrina: bizcochuelo húmedo de chocolate untado por una capa de dulce de leche y otra de crema de (más) chocolate.
Sentimos en nuestras cabezas el crujido de las galletitas recién horneadas o el azúcar que se vuelca de las tortas fritas del mate del domingo, las facturas aromáticas del desayuno dominical de algún otro miembro del grupo.
Todo mientras tomamos agua en vasitos plásticos y apretamos con fuerza el cuadernillo que lleva cuenta de nuestros magros logros en cuestión de moderación alimenticia.
Salidas a restaurantes, eventos varios, todo eso surge en el grupo. Ninguna actividad deportiva (una menciona que como tiene casa de dos plantas sube y baja las escaleras un par de veces al día y la aplaudimos), nada que implique grandes revoluciones. 
A la grasa corporal le molesta sacudirse.
Termina la rueda, felicitamos a los que pesan dos fetas de fiambre menos que el martes anterior y la coordinadora pregunta si tenemos dudas.
Siempre hay alguien nuevo, así que repasa la dieta que le asignaron y trata de buscar la letra chica, los permisos que no figuran de forma manifiesta.
Todos los buscamos alguna vez. Como también nos hicimos análisis clínicos esperando un hipotiroidismo, algo que justifique nuestro exceso de peso y lo arregle con medicación.
“¿Se puede comer alfajor light?” “¿Cuánto queso port Salut le puedo poner al zapallito relleno?”. 
Se espera que te digan que sí, que te comas todo y que vas a adelgazar igual. Que no hace falta la carencia, que la comida puede seguir dominando tu vida y no se va a notar de afuera.  
Sin embargo, no, te ofrecen otro vaso de agua de dispenser. Saludable, pero insípida, inodora e incolora. Y te recuerdan que no, no te podés pasar de las 2000 calorías del menú.
Para amenizar el mal trago (bueno, que no se traga nada, pero en fin), la experta, la de los cuarenta kilos menos nos regala un papelito con algún texto motivacional. Lo leemos y se nos humedecen los ojos con las lágrimas de una emoción de origen dudoso. Nadie sabe si llora porque el fragmento le “llegó” o por las cosas que durante la semana que comienza no podrá ingerir.
Leemos la frase de los adictos, la del sólo por hoy, no comas, sólo por hoy, mañana vemos. Y nos disponemos a partir.
Cada uno vuelve a su casa, a su familia, si es que la tiene, ya lo dije, no sabemos mucho de los demás. No nos interesa.
Se hizo la hora de la cena y todos los manjares nombrados en la reunión activan nuestros cerebros. Llegamos a casa con un hambre atroz, la generada por la fantasía, el recuerdo, la memoria emotiva de todos esos alimentos que se nombraron.
No tiene la misma fuerza la frase motivacional.
Y entonces te empachás de galletitas de salvado pensando en las facturas, de salchichas diet recordando el choripán jugoso de chimichurri, te comés tres manzanas en lugar de una esperando que tu mente las transforme en una tarta deliciosa.
No adelgazás. Y encima comiste mierda.
Mierda que deberás justificar en una semana.

Ojalá te inviten a algún cumpleaños o reunión de amigos el fin de semana. Así le echás toda la culpa a la porción de torta y los sanguchitos de miga que, aunque no debas y se lo digas al anfitrión cuando te los ofrezca, te vas a comer.



martes, 12 de julio de 2016

Etimología caprichosa

¿Por qué se llama “deudos” a los que despiden a un muerto?
Familiares, amigos, conocidos. Todos los dolientes son “deudos”.
¿Es que acaso le quedaron debiendo algo al que acaba de partir?
 ¿El que se fue los dejó a cargo de otro, como una obligación de cierto modo contable a ser saldada por alguien, alguno todavía vivo?
O tal vez sean una cuenta pendiente para la muerte: esos a quienes se llevará, como inflexible acreedora, tarde o temprano.
Vendrá a buscarlos cuando ella decida y dejará más, nuevos deudos a cuenta.
Con una silenciosa carcajada los verá llorar por su presa, hasta que el botín no sea otro que ellos mismos.
Y así hasta el infinito, o hasta el fin del mundo.

Lo que suceda primero.



"Funeral Procession" Elis Wilson

domingo, 15 de mayo de 2016

Cotidianas

Jugar
“Luli (por su prima) ya no quiere jugar más conmigo porque es adolescente. ¿A qué edad va a querer volver a jugar?”
Pregunta mi hija y a mí se me llena el pecho de angustia mientras pienso que quien ya no va a querer jugar va a ser ella.
Y empiezo a extrañar a la nena que todavía es, pero que pronto va a dejar de ser. Y me invade esta suerte de nostalgia anticipada, inminente, irreversible. La única opción para que la vida siga.



Ropa
Hace un tiempo se me rompió el lavarropas y como no me alcanza el dinero para la costosa reparación, utilizo las comodidades de la casa de mi mamá que se transformó en mi lavandería personal. Voy y vengo con las bolsas. Va la ropa sucia, vuelve la ropa limpia, en un ritual casi cotidiano.
El otro día volvía a casa así cargada cuando me cruzó un vagabundo, sucio, desaliñado, llevaba un par de bolsas, igual que yo.
-          Señora, ¿no tiene ropa para regalarme?
-          No, acá no, disculpá.
-          Pero ese sweater … (el saco de lana que yo había tenido puesto hasta hacía un rato y que sobresalía de una de las bolsas)
-          No, disculpá…
Chasqueó los labios y se fue, mascullando vaya una a saber qué palabras.

Me quedé con una sensación incómoda. Me gustaría haberle explicado que la ropa que yo llevaba en mis bolsas no era de descarte, que son mis prendas, y las de mi hija, de todos los días. Seguramente como las que, sin tanto perfume a suavizante, lleva él, de acá para allá, en su propio ritual casi cotidiano.


sábado, 9 de abril de 2016

Insomnia

A veces, como ahora, no se puede dormir a la hora del sueño.

Como esa, hay montones de contradicciones.

Que te guste el mar, pero lo prefieras en días de lluvia, cuando está igual de gris que tu ánimo. Cuando está igual de revuelto que tus ideas. Cuando no se queda quieto y parece protestar. Esa movilidad estática, desesperada, de quien se sacude siempre en el mismo lugar. Como el ahorcado antes de morir.

Un dolor de cabeza y el botiquín vacío de analgésicos, el bolsillo vacío de dinero, la hoja vacía de palabras. La hoja que te mira y espera, ansiosa. La cabeza que estalla y espera, ansiosa.

Un hombre que te gusta, pero vos no le gustás a él. Otro que gusta de vos, pero que a vos no te gusta. Una búsqueda similar a intentar encontrarse en un laberinto de espejos.

Que las galletitas de agua se arruinen por la humedad.

Que Blanco sea apellido y Negro, no.

Una depresión severa que te diagnostican mientras te reís a carcajadas.

Una felicidad enorme que se te escurre en lágrimas incontenibles.

Ahogarse sin estar en el agua. Quedarse sin aire en medio del aire. Asfixiarse de emoción, atragantarse con un sentimiento o un carozo de aceituna, o un trozo de carne mal masticado. ¿Cómo puede ser todo igual? ¿Cómo? Si es todo distinto.

Que los fines de semana largos dejen la sensación de haber sido tan cortos. Que la semana que los precede sea más extensa por la espera.

Que la angustia oprima, que la ignorancia libere.

Querer y no poder. Tener esa pila de sueños postergados que deseás realizar. Y así y todo, no poder. Porque hay alguien dentro de vos que te frena, y esa debe ser una de las contradicciones más grandes: no somos uno, somos varios: nuestro hoy y nuestros ayeres.

Que Murakami afirme que para desarrollar el pensamiento independiente no hay que leer los libros que lee todo el mundo. Que todo el mundo lea sus libros.

Reír por compromiso. Convocar el poder de la risa sólo para agradar a alguien. Debería ser físicamente imposible. Pero no, se puede.

Se puede comer sin hambre. Se puede entregar el cuerpo sin amar. Se puede beber sin sed, incluso hasta embriagarse. Se puede caminar sin rumbo. Se puede parir y no ser madre. Se puede ser madre sin parir. Se puede hablar sin decir nada. Se puede decir nada y significar todo.

Se puede morir joven y dejar tanto inconcluso.

Se puede llegar a viejo, habiendo estado muerto en vida.

Se puede saber escribir, combinar las palabras para que suenen bellas, para que activen fibras, para que generen emociones.

O se puede hacer esto: hilvanar sinsentidos.
Una noche, a la hora del sueño. Mientras no se puede dormir.


domingo, 27 de marzo de 2016

Ascenso

Está al pie de la escalera.
Sus ojos inquietos miran hacia arriba y luego recorren los escalones de regreso hasta donde está él.
Mira sus pies, vuelve a mirar los escalones. Y otra vez sus pies.
Apoya uno en el primer escalón, tal como decían las instrucciones, pero cae. Amortiguado, pero cae.
Se queda sentado frente a la escalera. Evalúa las opciones.
Decide salirse del guión e intenta usar algo más que sus pies.
Apoya una mano, regordeta y pegajosa, en el borde del primer escalón. Se da impulso y sube también una rodilla. No el pie como le habían dicho. Se siente más seguro con la rodilla.
Ahora sí, tiene ya una rodilla en el escalón y manotea el siguiente, mientras arrastra la pierna para subir la otra rodilla. Se ríe, feliz. Mira hacia arriba, impaciente.
Sabe que va a llegar. Está determinado.
De pronto oye un grito abajo. Se sienta de golpe y la presión recae sobre el pañal algo cargado de pis ya.
Es mamá, que lo ve en medio de la escalera y se asusta y sube de manera tan torpe que él quisiera corregirla y decirle que así no se hace.
La espera tranquilo, sonriente y babeante. Pero mamá parece no apreciar los logros, le grita, llora, tiembla y ríe a la vez. Es confuso leer las emociones de esa mujer, ahora lo entiende a papá.
La meta quedará para otro día. Mamá se lo lleva a upa y lo sienta en el cubículo lleno de juguetes y rodeado de red de seguridad. Él mira los muñecos, y, a través de las hendijas de la puerta, el pedacito de escalera que se llega a ver desde ahí.
No entiende qué pudo hacer mal, ni por qué mamá no lo deja seguir intentando.

Al fin y al cabo fue ella misma quien lo introdujo a Cortázar cuando le leyó las “Instrucciones para subir una escalera”.



lunes, 14 de marzo de 2016

Del amor y cómo encontrarlo

Hilda buscó el amor toda su vida. Desesperada.
Hizo todo lo que le decían sus amigas, las vecinas, las primas, el almacenero, cualquier consejo era bienvenido. Había probado todo.
Cuando le dijeron que lo que tenía que encontrar era a su media naranja, ella fue rauda a la verdulería. Al principio no supo si elegir entre las más dulces o las de jugo. No quería quedar como una quisquillosa a quien nada le venía bien. Optó por llevar a casa un kilo de cada variedad ofrecida, no se podía arriesgar a que en alguna de ellas estuviera su ideal. Las cortó todas al medio y esperó, alguna tendría que hablarle, reconocerla, algo. Pero nada. Al cabo de unos días una capa de moho verde y un ejército de moscas la hicieron desistir de la idea.


En algún cuento había leído que lo que debía buscar era a un príncipe azul. El asunto del título nobiliario era complicado. Los príncipes europeos vivían muy lejos y no eran muy accesibles. Se preguntó si no sería lo mismo alguno local. Así fue como terminó en una recorrida por distintos carnavales del país, en los que pudo bailar, disfrazarse e incluso reírse un poco. Pero nadie le supo decir dónde o cómo encontrar al descendiente del Rey Momo.
Supo que a veces detrás de un sapo había un príncipe y así fue como su jardín se fue llenando de a poco de batracios. A todos los había besado, pero ninguno había dejado de ser lo que era. No había mágicas transformaciones, ni guapos señores detrás de esos animales. La entristeció otro intento fallido, pero la consolaba que al menos en verano su casa era la única libre de mosquitos.
Una noche, mientras miraba una película escuchó que el amor la completaría. Asumió entonces que le correspondía acercarse al instituto de transplantes para anotarse. No como donante, sino como receptora. Al fin y al cabo a ella también le faltaba algo.
De muy buen modo la empleada del lugar la despachó y le aclaró que allí sólo se ocupaban de casos de vida o muerte. Pobre Hilda, ¿cómo explicarle a esa burócrata que lo de ella también era extremo, que la soledad la abrumaba?
Una tarde, mientras viajaba en tren, leyó un grafitti que le indicaba que el amor estaba a la vuelta de la esquina. Por fin alguien se decidía a dejarle alguna pauta más firme, un punto geográfico. Al otro día fue a hablar con el vendedor de diarios del barrio, que tenía su puesto a la vuelta de la esquina de su casa. En realidad, a la vuelta de una de las cuatro esquinas, pero era el único vecino que estaba siempre en el mismo lugar, así que debía ser él, sin dudas.
Tampoco en esta ocasión, señalada con tal claridad, tuvo suerte. El hombre al principio se sonrió, pensó que era una broma. Pero cuando se sucedieron los meses y la insistente Hilda lo visitaba todos los días con la propuesta de noviazgo, terminó por iniciarle un juicio por acoso. Hilda se ganó así una restricción que, si bien no la había obligado a mudarse, la forzaba a dar toda la vuelta manzana para evitar el puesto de diarios.
Cuando empezaron a asomarse las primeras canas, alguien le dijo, como consuelo, para que no se desanimara, que el amor era ciego. Hilda no dudó en acudir al centro de no videntes de su ciudad, de donde casi la corrieron a bastonazos al interpretar su pregunta como una burla insultante.
¿Cómo explicarles que para ella la ceguera no era un defecto, que estaba dispuesta a todo con tal de encontrar el amor?
Durante los años que duró su búsqueda, Hilda rechazó las invitaciones para conocer hombres que le proponían sus amigas, porque en ningún lado había leído que al amor de su vida se lo presentaría una. Rechazó innumerables propuestas que no se ajustaban a sus cánones, pero al menos nunca las consideró oportunidades que había perdido.  

Ella seguía enfrascada en las frases hechas con consejos y definiciones vacías del amor. Así murió, sola, sin saber de Alberto, que la esperó mucho tiempo hasta que se cansó de verla mirar hacia otro lado. Ella nunca se dio cuenta. Porque él no era naranja, ni azul, ni príncipe, ni sapo, ni ciego, ni vivía a la vuelta de la esquina.