Todos te lo dicen. Es algo sabido, pero uno no hace caso hasta que es demasiado tarde, como en mi caso.
No hay que enamorarse de compañeros
de trabajo. En realidad, no hay que tener ningún tipo de relación que no sea estrictamente
profesional con ningún compañero de trabajo. Se sabe, a la larga se puede
complicar, y entonces cómo resolver la tensión. ¿Se renuncia? ¿Se pide cambio
de departamento? La segunda es una opción válida siempre y cuando tu empleo
tenga la alternativa. En mi caso no la hay. Todos trabajamos en el mismo lugar,
no hay traslado posible.
Nos conocimos en el entrenamiento.
Ella era una inmigrante rusa y aún al día de hoy me cuesta decidir qué fue lo
primero que me llamó la atención de ella, porque todo llamaba la atención en
ella. Irina era inteligente (no habría llegado hasta acá si no lo hubiera sido)
simpática, tenía un humor muy fino y además era atractiva. Tenía tantas cosas a
su favor que pronto tuvo a un séquito de colegas, técnicos e incluso administrativos
a sus pies. Por alguna razón, me eligió, y comenzamos a vernos fuera del
horario de trabajo.
El tiempo pasó, nos tocó compartir
algunas misiones, nos casamos, éramos la envidia de los guiones de Hollywood,
una pareja casi de ficción.
Hasta que un día ingresó María. Mexicana,
brillante por supuesto (todas las mujeres que llegan acá lo son), pero en una
versión que contrastaba con Irina. Desde su estética de morena latina hasta su
humor, más familiar, cálido, no tan agresivo. Ella también me eligió a mí, a
pesar del conflicto que eso representaba. Creo que en cierto modo la seducía lo
irregular de nuestros encuentros, el secreto en el que se daban. Con Irina nos
exhibimos todo el tiempo. Con María nos ocultábamos, el sexo era veloz, más
satisfactorio aún por la adrenalina de saber que podíamos ser descubiertos.
También me tocó compartir misiones
con ella, y pensé, ahora veo cuán errado estaba, que nadie sabía lo que ocurría
entre nosotros, que nuestras charlas no podían ser interceptadas por las radios
de otros colegas, que la inmensidad del espacio nos contenía.
Confié tanto en mi capacidad de
ocultamiento que fue recién hace un rato que me di cuenta de que Irina sabe
todo, que lo sabe desde hace tanto que elaboró este plan, porque no es casual. No
tuve tiempo a reaccionar. Cuando ella me ordenó que fuera yo quien bajara del
módulo a explorar este planeta, me pareció ver algo diferente en su mirada,
pero los vidrios de los cascos reflejan la luz de las estrellas y es difícil
estar seguro de lo que se percibe. Ella decidió que fuera yo quien explorara y
se quedó dentro de la nave, monitoreando los aparatos y las computadoras. No
era lo habitual, siempre salíamos juntos, nos gustaba descubrir mundos nuevos
de a dos.
Al cabo de unos minutos de exploración
sentí el vacío en los auriculares. El silencio perfecto, como una llamada que
se corta y abre un portal al infinito.
Intenté volver a la nave, giré, a
esta velocidad de cámara lenta que nos permiten los trajes y la falta de
gravedad de este lugar, cuando terminé el giro vi lo que estaba haciendo. Irina
daba arranque a la nave, se despegaba de la superficie y salía disparada hacia
el espacio, dejando una nube de polvo denso detrás.
Quedé solo. Ella me castigó sin
siquiera un grito, sin insultos, sin peleas. Siempre dije que era una mente
superior.
Saqué de mi mochila los elementos de
escritura con los que ahora resumo esta historia. Me pregunto si la próxima
misión que venga lo encontrará, si acaso habrá más misiones a este lugar. Yo
dejaré este testimonio aquí, no sé qué explicaciones dará Irina cuando llegue a
Tierra.
Cierro esta narración, sin poder
olvidar esa mirada espejada de mi esposa, su última acusación silenciosa, ese
momento en el que me di cuenta de que se había terminado nuestro matrimonio. Y todo
cuanto tuve y fui.
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