domingo, 5 de septiembre de 2021

Bitácora

Todos te lo dicen. Es algo sabido, pero uno no hace caso hasta que es demasiado tarde, como en mi caso.

No hay que enamorarse de compañeros de trabajo. En realidad, no hay que tener ningún tipo de relación que no sea estrictamente profesional con ningún compañero de trabajo. Se sabe, a la larga se puede complicar, y entonces cómo resolver la tensión. ¿Se renuncia? ¿Se pide cambio de departamento? La segunda es una opción válida siempre y cuando tu empleo tenga la alternativa. En mi caso no la hay. Todos trabajamos en el mismo lugar, no hay traslado posible.

Nos conocimos en el entrenamiento. Ella era una inmigrante rusa y aún al día de hoy me cuesta decidir qué fue lo primero que me llamó la atención de ella, porque todo llamaba la atención en ella. Irina era inteligente (no habría llegado hasta acá si no lo hubiera sido) simpática, tenía un humor muy fino y además era atractiva. Tenía tantas cosas a su favor que pronto tuvo a un séquito de colegas, técnicos e incluso administrativos a sus pies. Por alguna razón, me eligió, y comenzamos a vernos fuera del horario de trabajo.

El tiempo pasó, nos tocó compartir algunas misiones, nos casamos, éramos la envidia de los guiones de Hollywood, una pareja casi de ficción.

Hasta que un día ingresó María. Mexicana, brillante por supuesto (todas las mujeres que llegan acá lo son), pero en una versión que contrastaba con Irina. Desde su estética de morena latina hasta su humor, más familiar, cálido, no tan agresivo. Ella también me eligió a mí, a pesar del conflicto que eso representaba. Creo que en cierto modo la seducía lo irregular de nuestros encuentros, el secreto en el que se daban. Con Irina nos exhibimos todo el tiempo. Con María nos ocultábamos, el sexo era veloz, más satisfactorio aún por la adrenalina de saber que podíamos ser descubiertos.

También me tocó compartir misiones con ella, y pensé, ahora veo cuán errado estaba, que nadie sabía lo que ocurría entre nosotros, que nuestras charlas no podían ser interceptadas por las radios de otros colegas, que la inmensidad del espacio nos contenía.

Confié tanto en mi capacidad de ocultamiento que fue recién hace un rato que me di cuenta de que Irina sabe todo, que lo sabe desde hace tanto que elaboró este plan, porque no es casual. No tuve tiempo a reaccionar. Cuando ella me ordenó que fuera yo quien bajara del módulo a explorar este planeta, me pareció ver algo diferente en su mirada, pero los vidrios de los cascos reflejan la luz de las estrellas y es difícil estar seguro de lo que se percibe. Ella decidió que fuera yo quien explorara y se quedó dentro de la nave, monitoreando los aparatos y las computadoras. No era lo habitual, siempre salíamos juntos, nos gustaba descubrir mundos nuevos de a dos.

Al cabo de unos minutos de exploración sentí el vacío en los auriculares. El silencio perfecto, como una llamada que se corta y abre un portal al infinito.

Intenté volver a la nave, giré, a esta velocidad de cámara lenta que nos permiten los trajes y la falta de gravedad de este lugar, cuando terminé el giro vi lo que estaba haciendo. Irina daba arranque a la nave, se despegaba de la superficie y salía disparada hacia el espacio, dejando una nube de polvo denso detrás.

Quedé solo. Ella me castigó sin siquiera un grito, sin insultos, sin peleas. Siempre dije que era una mente superior.

Saqué de mi mochila los elementos de escritura con los que ahora resumo esta historia. Me pregunto si la próxima misión que venga lo encontrará, si acaso habrá más misiones a este lugar. Yo dejaré este testimonio aquí, no sé qué explicaciones dará Irina cuando llegue a Tierra.

Cierro esta narración, sin poder olvidar esa mirada espejada de mi esposa, su última acusación silenciosa, ese momento en el que me di cuenta de que se había terminado nuestro matrimonio. Y todo cuanto tuve y fui.




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