El sol está alto. Aun así, hace frío.
Transcurrió ya más de la
mitad de la mañana y las vecinas se encuentran en el almacén de Doña Amalia,
lugar por excelencia de concentración de las noticias barriales.
- Se
lo llevan a Don Cosme, nomás.
- ¿Cómo
que se lo llevan? ¿A dónde?
- A un psiquiátrico, a dónde va a ser.
- Pero
si es un loco lindo ese, no le hace mal a nadie.
- No,
pero ya está viejo. Parece que dejó el gas abierto o la estufa prendida, no
entendí bien. Casi incendia toda la casa.
- Pobre
viejo. ¿Y no le pueden poner a alguien que lo cuide ahí, sin tener que
internarlo?
- Es
que no hay quién pague los gastos. Quedó solo, no tiene a nadie.
- Cierto.
Anda mal desde lo del hijo pero empeoró cuando se le dio por vestirse como el
pintor ese, Monet.
- Claro,
cuando empezó con lo de los nenúfares, como si no le bastara con llenar el
jardín de enanitos de yeso pintados por él mismo.
Decía que el hijo y los nietos le indicaban qué color usar en
cada uno. Y también que le hablaban a través de los muñecos.
- ¿Y
cómo fue que se le ocurrió pintar cuadros con esas flores?
- Si
no me equivoco fue después de que ese museo famoso trajera acá la exposición
itinerante. El museo era de la ciudad donde había vivido el hijo y no sé qué
habrá asociado este viejo que se le dio por decir que él debía continuar la
obra del francés.
- Qué
tragedia lo del hijo. Toda una familia perdida en un instante.
- Sí.
Don Cosme nunca lo asimiló. Ya le había jodido que se fueran a vivir al
continente, quizás por eso, porque ya estaban lejos cuando pasó, le costó más
asumirlo.
El entierro fue a cajón cerrado, los cuerpos habían quedado
destrozados. El viejo hizo el duelo como pudo, a ciegas. Nunca se despidió en
realidad. Así quedó.
Lo peor fue cuando se encaprichó con hacer un estanque en el
fondo de la casa para cultivar las flores esas. Quería inspirarse para pintar.
Empezó a hacer el pozo y todo. ¿Se imagina con este clima helado lo que podía
salir de esa empresa? Lo frenaron, le sacaron las herramientas y a partir de
ahí del jardín se encargó un pibe de acción social. Lo dejaron pintar y agregar
todos los muñecos que quisiera, eso sí.
- ¿Y
ahora se lo llevan entonces?
- Así
me dijo Elvira, que trabaja en la oficina de la obra social. No pueden
arriesgarse a que esté solo, pone en peligro a todo el barrio. Buscaron algún
familiar pero no hay nadie. Ni siquiera del lado de la mujer. Se olvidaron
todos de él.
- ¿Y
qué van a hacer con los enanitos y los demás adornos que tiene en el parque?
Son raros pero vistosos.
- Yo
propuse hacer una subasta barrial, como una venta de garaje, y con la plata le
podemos comprar ropa nueva para que deje esos trapos que usa.
- Sí,
no es mala idea. ¿Y la casa?
- La
van a alquilar. Igual se le va a ir todo en gastos de medicamentos. Después no
sé. Cuando se muera seguro que alguno de los que no lo quieren cuidar ahora aparece
a reclamar la herencia, vio cómo es la gente.
- Sí,
vi. Claro que vi. Buitres hay en todos lados.
- Acá le preparé una bolsita con pan de ayer y algunas otras cosas. ¿Usted se la
alcanzaría? Tengo miedo de que no esté comiendo, el loco éste.
- Sí,
yo paso por la puerta y se lo dejo. Me da lástima, tan solo, tan abandonado.
- Si
se anima, entre. Va a ver qué lindos le salen los cuadros que está haciendo. Tiene
una inspiración maravillosa, aunque nunca antes había pintado. Son como los de
Monet, como si realmente tuviera enfrente al lago que quería construir. Lleno
de esas flores acuáticas. Nenúfares.
Doña Estela sale del almacén con la
bolsa. Camina los metros que la separan de la casa del viejo y aplaude.
No hay timbre, nunca hizo falta, acá en la isla se mueven así, a los gritos o con palmas.
El hombre sale, cabizbajo, gruñe un
saludo y se acomoda el sombrero de fieltro. La barba larga, de un color
plateado lunar, exhibe manchas de pintura, como todo el resto de su vestimenta.
Estela le acerca la bolsa, de parte
de doña Amalia, le aclara, él la acepta. Ya se cansó de decirle que no gracias a
la mujer loca del negocio ese, pero ella insiste y él se somete a los cuidados
que no cree necesitar.
Estela no se va enseguida. Empieza
a preguntarle por su día, y él, con el único objetivo de sacársela de encima y
anticipando un no por respuesta, la invita a pasar.
Ella acepta sonriente, se agacha para abrir la reja que la separa de la vereda y camina delante de la incredulidad de Don Cosme hacia el interior de la casa.
Lo que otrora fue el living está en
penumbras, así que ella, sin pedir permiso, se acerca a las ventanas que dan a
la calle y abre los postigos. La entrada de la luz corta como un cuchillo la oscuridad y revela las
motas de polvo y las telarañas que dominan el lugar. La mujer va hacia la cocina a
buscar algo con qué limpiar.
El viejo se deja caer en el
sofá y genera con su peso una nube de polvo grisáceo, añejo.
Estela sacude, ilumina, ventila, se
mueve de acá para allá, ni siquiera sabe bien por qué.
En un cuarto adjunto está lo que
podría ser el estudio. Las paredes no se ven, las cubren hileras de lienzos
pintados que se superponen unos a otros.
Verdes, azules, toques violentos de
amarillo y blanco, algún atisbo de rosa. Las pinceladas son irregulares pero
seguras, nada errático, nada que delate la impericia, la falta de experiencia
de quien las hizo.
La mujer se queda estática.
A través de la ventana que da al
jardín trasero siente que la miran. Se asoma y allí está la fauna completa de
muñecos de jardín, gnomos, pingüinos y flamencos de yeso, todos con los ojos
enfocados hacia ella.
La inquietan, pero se sobrepone. Le
pregunta a Don Cosme cuál es su comida favorita. No distingue la respuesta pero
asume que cualquier cosa casera y caliente va a ser un festín para ese hombre.
Le promete volver al día siguiente.
Él le dice que no, no hace falta. Otra más que lo quiere cuidar.
Pero ella sale determinada y va hacia
la oficina de acción social.
Nadie va a separar al viejo de su
arte y sus criaturas.
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