sábado, 25 de marzo de 2017

Escena

Sangra.
Como cuando menstrúa, aunque no debería hacerlo por unos meses al menos.
Sin embargo allá va el flujo rojo profundo, surge abundante de entre sus piernas, las recorre, las embarra e inunda el piso del baño.
Lo ve claro. El caudal lo arrastra: un pequeño coágulo con forma de riñón. Un poroto perfecto, más claro, rosado apenas, y que parece tener una pequeña línea roja en el interior.
No lo mira más. La llena la culpa. Sabe qué es. Sabe quién es. Sabe que no quería retenerlo, pero tampoco quería que se fuera así, con este desalojo anticipado, sin aviso. Lo deja de mirar con la lástima con la que deja de mirar los huevos estallados a los pies de los árboles en primavera.
Seres potenciales. Seres caducos, abortos naturales.
Su hombre vuelve a entrar y la arrastra a la habitación. Lleva el cinto enrollado alrededor de una de sus manos. Le grita y la patea de nuevo.
Le grita puta y la acusa de abrirse a otros machos, no reconoce haberla preñado.
El cinturón se estira en cada lanzamiento, penetra las telas del vestido, desgarra las capas de piel hasta que brota más sangre de esos orificios nuevos.
Ella se llena de más culpas. Merece el castigo, aunque no sepa por qué.
Se acurruca, resiste. Se arrulla y el caudal del llanto destiñe una línea en el charco rojo que la acuna.

El hombre da vueltas, se acerca ya con el puño desnudo y busca su rostro. Los borcegos se empastan en sangre, pisan el coágulo, gritan puta, puta, puta. Le arrancan un diente, saliva, y ya no sabe qué más porque se pierde en una nebulosa de estrellas rojizas y aquella media luna hinchada, casi como un poroto, que la espera.


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