sábado, 29 de octubre de 2016

Aquelarre

Nos reunimos una vez por mes desde que tenemos uso de razón. Desde que descubrimos que teníamos ciertos dones que era difícil compartir con el mundo.
No hace falta cruzar palabra para reconocernos.
En los encuentros reímos mucho, sobre todo de las solicitudes de nuestros clientes. La mayoría son mujeres abandonadas por sus parejas que quieren recuperarlos. Vienen con un calzoncillo sin lavar o hasta un mechón de pelo arrancado en la última pelea y quieren que les hagamos una “unión”.
Les tiramos las cartas primero. Todo se cobra y no vamos a dejar de lucrar con una situación tan propicia. Salga el naipe que salga, la lectura indicará de manera infalible que alguien cercano a su entorno le desea el mal, le hizo un embrujo y por eso el marido, novio o amante se fue.
¿Para qué le vamos a decir que no vuelva con el idiota? Nuestra tarea es tranquilizar mentes, decir lo que quieren escuchar. Así cobramos la tirada de cartas, el gualicho anti gualicho y el amarre (o curso de navegación como me gusta llamarlo: nuditos por todos lados). Una atadura, nada les importa, si pudieran lo tendrían amordazado también.
Palo santo, rezo a la Virgen (cualquiera, en realidad se supone que nosotras trabajamos con fuerzas opuestas, pero nos debemos al marketing), bolsita de hierbas de la huerta y listo, la clienta se va feliz, segura de que nada en la ruptura de la pareja fue su responsabilidad y más segura aún de que el desgraciado va a volver rendido a sus pies.
A veces lo hacen. Vuelven. Y ahí me lamento por ellas, por ese capricho de seguir al lado de alguien que no las quiere.
Nosotras en cambio somos solitarias. Viejas de los gatos, en parte porque nos gustan y en parte porque hacen a la imagen que la gente quiere tener de nosotras. Muchos negros, si es posible, aunque yo prefiero los atigrados a decir verdad.
De un tiempo a esta parte esperamos con ansias el fin de octubre. Se puso de moda por estos pagos tan católicos pero tan proclives a creer en cualquier cosa, el tema de festejar nuestro día.
Una ridiculez, pero que a nosotras nos viene muy bien.
Mezcla del respeto y temor que inspiramos, los vecinos vienen cual devotos a regalarnos cosas, ofrendas para ganarse nuestra simpatía.
Y nosotros los dejamos, ¿quiénes somos para arruinar la felicidad del novedoso ritual?
Nos traen desde golosinas (a veces no filtran las ideas) o alguna torta casera,  hasta presentes en metálico. Sin hacer nada, solo ponemos caras de aceptación, intentamos un brillo cómplice en nuestras miradas y nos exhibimos con ropas exóticas y la mayor cantidad de felinos posible.
Ellos se van tranquilos con el deber cumplido, nosotras juntamos bienes para la mejor reunión del año.
Cuando alguien nos acusa de estafadoras, yo no me enojo. Le digo que en todo caso soy como esos magos importantes que llenan teatros: una ilusionista.
Doy, damos, lo que nos piden: la idea de un amante que volverá, la idea de la felicidad ahí adelante, como la zanahoria del caballo que corre y corre sin ser consciente de que no la va a alcanzar nunca. Excepto que su amo quiera dársela.
Somos fortalecedoras de esperanzas. No engañamos a nadie que no quiera serlo. Que no haya sido engañado antes con maldad y a expensas del verdadero dolor.
No creemos en los trucos que vendemos. No como trucos al menos, son nuestro medio de vida.
Pero sí creemos en que el verdadero amor es posible. Y así de horribles como nos tildan, nos emocionamos cuando lo vemos de verdad, siempre por la calle, en aquellas mujeres que jamás vendrían a consultarnos para pedir un marido retornable.
Cuando hay dos que se miran y la electricidad que generan altera la física del mundo.
Cuando se besan y sabemos que ahí sí hay magia. Y de la buena.

En ese encuentro. En esos labios brujos.



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