La madrugada lo encuentra
frente a esa página de Internet en la que tiene tantos amigos.
Quince solicitudes de
amistades nuevas, veintidós interacciones, tres mensajes privados. Se ilusiona con esos,
los que son solo para él. Apoya el cursor y abre. Dos son
agradecimientos de algunas personas a quienes aceptó el día anterior, con
enlaces a sus respectivas páginas web. El otro es una chica en pose seductora
que le pregunta de dónde es.
Sale. Lo que se suponía
personal no lo es tanto. No le hablan a él. Se dirigen por vía privada, pero no
hay nada de especial ni secreto en lo que buscan.
La agenda le señala diez
eventos para esa semana y tres cumpleaños de personas a quienes no se anima a
saludar porque no las vio fuera de la red en su vida.
La chica con la que salió
dos veces y nunca más aceptó una invitación le puso “me gusta” a tres de sus
posteos. Pero cuando él le manda mensajes al celular responde con escuetos
“saludos”, “besitos”; eso es todo. Nada.
De los eventos
propuestos, sabe que no va a ir a ninguno, aunque a todos les puso que le
interesaban o incluso que asistiría. Y no miente. Le interesan de verdad. Pero
no quiere ir sin compañía a un lugar en el que no conoce a nadie. Al menos a nadie
real.
Podría animarse y
aparecer. Ver si reconoce las fotos de perfil. Arriesgarse a que lo conozcan a
él también.
Los hijos de aquellas
personas a quienes sí conoce, y desde hace mucho, están creciendo. Se topa sin quererlo con las fotos de esa chica tan bonita que festeja sus quince. Le da vergüenza,
pero por el maquillaje y ese vestido que parece de novia no la ve como una
niña, aunque lo sea.
¿Cuánto tiempo pasó desde
que él mismo era un invitado a esas fiestas? Cuando era uno de los galanes del
grupo. Velludo, alto, musculoso, parecía un hombre al lado de algunos de sus
amigos que todavía no tenían un pelo de barba.
Busca en el rectángulo de
la lupa el nombre de su novia de esa época, su quinceañera contemporánea, los
primeros besos de verdad, la histérica educación religiosa que frenó tantos
toqueteos.
No la encuentra. Ya lo
sabe, si no es la primera vez que la busca. Nunca apareció. En esta red, al
menos.
Podría buscarla en el
mundo real. Llamar al número de la casa de los padres. Si no lo tiene lo puede
rastrear en Internet con la dirección, que recuerda bien.
Podría, pero no lo va a
hacer. Ya tiene bastante con tantos eventos y amigos y notificaciones que
responder y caritas de felicidad, pulgares en señal de positivo, comentarios
divertidos, indignados, gente que no es política en campaña. Políticos de
carrera que sí hacen campaña, publicitaria.
Le quedan un par de horas
de sueño antes de que suene el despertador y deba ir al trabajo.
La oficina lo espera,
igual que todos los días.
Los papeles, el café
recalentado una y mil veces, los sorbos ruidosos de su compañera del escritorio
contiguo que a veces le ofrece un mate con esa bombilla que trae un hilo de
baba colgando de los restos de labial.
El ruido mecánico del
sello de la cajera, los teléfonos que se turnan en sus rings sin dar lugar al
silencio. Trabajar en una guardería debe ser más tranquilo, al menos los bebés
duermen. Los teléfonos no descansan. Si lo hacen es cuando él ya no está. No
reconocería el silencio.
Una vez se cortó el cable
del teléfono en la calle y fue una experiencia sobrenatural. Por un momento sintió vértigo, pensó que estaba sufriendo un ataque cardíaco.
Vuelve a la pantalla. Un
par de “me gusta” más y se va a la cama a dormir lo que pueda. Espera no soñar.
Suele despertarse angustiado, con una sensación de llanto inminente que logra
controlar cada vez menos.
Ya sacó turno con el
cardiólogo. Puede ser una arritmia, piensa, mientras el vacío ambiente le llena
la mente de ideas de muerte.
Mira la planta en el
borde del balcón a su derecha. Mustia, apagada. Otra vez olvidó regarla. Lo
único con vida que lo rodea y se olvida. Si sigue así pronto no tendrá ni eso.
Solo alguna que otra cucaracha en el desagüe de la cocina o el baño. Alguna
araña.
Se rasca la cabeza,
siente el principio de la despoblación.
Se le enfrió el té. Tilo.
Doble saquito.
Tampoco logra adormecerlo.
Tampoco logra adormecerlo.
Se levanta de la silla y
se estira. Se mete en la cama, helada.
En dos horas comienza el
día.
Foto (c) Julien Mauve
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