Se hizo la hora.
Paso a buscar a Anto y salimos
como siempre, con las bicicletas. Llevamos las bolsas con las provisiones, el
mantel y las flores que juntamos en los jardines de los vecinos.
Mamá me pregunta todos
los días lo mismo, que para qué el mantel si ellos no lo usan. Pero nosotras
sí, le digo. Y se calla y no vuelve a preguntar hasta la visita siguiente.
Tenemos un buen rato de
camino por delante. Recorremos las cuadras soleadas y charlamos.
A Anto le gusta uno de
los chicos del colegio. Yo le digo que para mí es un idiota, se hace el
canchero. Pero ella insiste, dale que es lindo, relindo. Aunque se porte un
poco tonto a veces.
Nos reímos fuerte.
Yo no pienso tanto en
chicos, un poco sí, me da vergüenza cómo me mira Guille, pero no digo nada
porque no sé si me gusta de verdad o qué me pasa.
Hoy se nos dio por hablar
de eso. Otros días hablamos de otras cosas. De la escuela, de la seño. Yo la
quiero pero a Anto mucho no le gusta. Piensa que nos da demasiada tarea. A mí
me gusta estudiar, no soy traga pero soy curiosa. Todo me resulta interesante.
Nunca voy sola a estas
visitas. Si Anto no puede venir lo dejamos para otro día y listo.
No es que me dé miedo,
pero no tendría las charlas divertidas y no me imagino cómo sería eso. Triste, supongo.
Y por eso no quiero que pase.
Al llegar atravesamos la
reja y vamos hasta el sector de nuestras familias. Apoyamos las bicis en el
mármol de uno de los miembros de otra. Con respeto, como corresponde. Así me
enseñó mi abuela.
A ella la veo hoy, por
suerte.
Anto me apura para estirar
el mantel y también acomodamos las viandas. Unos sanguchitos, brownies y dos
porciones de la torta que quedó del cumple de la hermana. Todo repartido en
platos de plástico.
El termo con té, porque a
pesar del sol hace frío, unas servilletas, vasos descartables. Nos queda un picnic
completo.
Somos cuidadosas y
prolijas.
Nos sentamos y empezamos
a servir. Sabemos que llegarán en cualquier momento.
Al principio suena un
murmullo, luego los sonidos se distinguen y podemos escucharlos.
Nos saludan y agradecen que
hayamos venido. Otra vez. Nos reímos, no repitan siempre lo mismo, ya sabemos.
Pero una de ellos nos
dice, con esa voz que suena igual a cuando hablás a través de un tubo, que un
día nos vamos a olvidar. Que crecer y que los tiempos de hoy y que tarde o
temprano dejaremos de visitarlos.
Anto y yo nos miramos. No
es la primera vez que lo dice. Tía, eso nunca, le aseguramos. Pero solo nos
devuelve un suspiro lejano y hueco.
Yo pienso en mamá, que
sabe que venimos pero ella nunca puede acompañarnos. Cosas que hacer en la
casa, el trabajo atrasado, que hay que preparar la cena. Manden saludos, la
próxima será.
No lo digo en voz alta,
pero creo que la tía tiene razón.
Los abuelos son los
primeros que se dejan ver. No sé bien cómo funciona, pero solo aparecen para
nosotras. No les resulta fácil hacerlo a plena luz del día, pero como no
podemos venir de noche, hacen el esfuerzo.
Al rato llegan los
familiares de Anto y se sientan a nuestro alrededor a compartir la merienda.
Ellos no comen ni beben.
Ya no lo necesitan. Sí nos necesitan a nosotras.
Temen que los olvidemos y
eso los convierta en nada. Así nos dicen. Mientras haya alguien que los visite,
que los recuerde, ellos existirán.
Abrazamos las lápidas,
que es lo único sólido que tenemos. Ellos sienten el abrazo distante y sonríen.
Calidez, dice alguien.
Amor, dice otro.
Les gusta que les
contemos cómo van las cosas. No sólo de nuestra familia, de todo el pueblo
también. Se ríen de los más viejos que todavía no llegaron. Ese sí que es yerba
mala. Y se llena todo de sus carcajadas. Preguntan si se instaló alguien nuevo,
si se mudó de ciudad algún otro.
Pasamos así la tarde. Nos
miman con sus palabras, nos dicen lo lindas y grandes que estamos. Siempre es
igual, pero les agradecemos.
Alguna de las mujeres nos
quiere aconsejar acerca de novios pero no la dejamos, se nos pone la cara roja.
Son el colmo estos viejos, no se quieren quedar afuera de nada.
Cuando el sol empieza a
caer terminamos el picnic. Recogemos las cosas y nos preparamos para partir.
Ellos no vuelven a sus
lugares enseguida. Quieren ver cuando nos vamos.
Nos gustaría despedirlos
con la mano mientras nos acercamos a la puerta que queda algo lejos, pero
sabemos que hoy vino alguien, un desconocido, que saca fotos, nos observa. Por
eso preferimos disimular.
Él no entendería a quien saludamos.
Foto: (c) Juan Guinot
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