Viernes por la noche. Los dos teníamos encima el cansancio
acumulado de toda la semana.
Por una vez, Arturo tuvo una buena idea. Pedir comida a
domicilio.
- - ¿Qué tenés ganas de comer?
- - ¿Qué te parece pasta?
- - Genial. Sólo que hay que tener mucha “pasta”
para pedir comida en este barrio.
Los dos nos reímos con el pequeño juego de palabras. Tonto,
cómplice jueguito.
Como no acostumbrábamos darnos ese tipo de lujos, recurrí a
los folletos que habían dejado en el edificio esa semana. Enseguida di con un
lugar que parecía bueno y ofrecía precios coherentes con nuestra economía.
Además destacaba la especialidad de la casa: “ravioles”.
Llamé y en media hora nuestro pedido estaba en casa. Bajé
entusiasmada, ya empezaba a sentir el relax del fin de semana.
El chico me dio la caja, cobró, y me aclaró:
-
El queso rallado está en el sobrecito debajo de
las bandejas.
Qué amable, preocuparse por el queso, pensaba mientras subía
la escalera. Al entrar al departamento vi que Arturo había puesto la mesa así que no sentamos a comer, felices.
Pero todo duró poco. Enorme fue nuestra desilusión cuando,
al querer ponerle queso rallado a nuestra cena, abrimos los sobrecitos y en
lugar de parmesano encontramos un extraño polvo blanco que nada tenía de
condimento. Recordé la recomendación del chico de la moto. Pasta.