Sor Susi sabía.
Secretos susurrados, signos sospechosos.
Sopesaba sus opciones: silencio, suicidio, soledad.
Según el senador Silverio, en este Sur del mundo, una
señorita seria y sencilla como ella sabría silenciarse y sofocar el suspenso.
Susi sentía su sanidad amenazada. Sobrevendrían seguras
secuelas psicológicas. Surgían los sucesos en su mente.
La sacrílega sorpresa: esa sábana salpicada de sangre, el
sable samurái, la sonrisa siniestra en el semblante del sacerdote simulador,
aquel salvaje sinvergüenza. Sensación surrealista.
El singular Sosa puso a su servicio un séquito de siete de
sus seguidores para sacar la suciedad y le sugirió sedantes.
Ella se sometía a la sumisión. La sinceridad no serviría.
El sagaz sargento Sánchez lo suponía, sin señales que lo
satisficieran, sin seguridad.
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