Sangra.
Como
cuando menstrúa, aunque no debería hacerlo por unos meses al menos.
Sin
embargo allá va el flujo rojo profundo, surge abundante de entre sus piernas,
las recorre, las embarra e inunda el piso del baño.
Lo
ve claro. El caudal lo arrastra: un pequeño coágulo con forma de riñón. Un poroto
perfecto, más claro, rosado apenas, y que parece tener una pequeña línea roja
en el interior.
No
lo mira más. La llena la culpa. Sabe qué es. Sabe quién es. Sabe que no quería
retenerlo, pero tampoco quería que se fuera así, con este desalojo anticipado, sin
aviso. Lo deja de mirar con la lástima con la que deja de mirar los huevos
estallados a los pies de los árboles en primavera.
Seres
potenciales. Seres caducos, abortos naturales.
Su
hombre vuelve a entrar y la arrastra a la habitación. Lleva el cinto enrollado
alrededor de una de sus manos. Le grita y la patea de nuevo.
Le
grita puta y la acusa de abrirse a otros machos, no reconoce haberla preñado.
El
cinturón se estira en cada lanzamiento, penetra las telas del vestido, desgarra
las capas de piel hasta que brota más sangre de esos orificios nuevos.
Ella
se llena de más culpas. Merece el castigo, aunque no sepa por qué.
Se
acurruca, resiste. Se arrulla y el caudal del llanto destiñe una línea en el
charco rojo que la acuna.
El
hombre da vueltas, se acerca ya con el puño desnudo y busca su rostro. Los
borcegos se empastan en sangre, pisan el coágulo, gritan puta, puta, puta. Le
arrancan un diente, saliva, y ya no sabe qué más porque se pierde en una
nebulosa de estrellas rojizas y aquella media luna hinchada, casi como un
poroto, que la espera.
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