martes, 19 de julio de 2016

Gordos Anónimos

Tenemos un factor en común: todos debemos perder peso.
Y digo “debemos” porque algunos no quieren en realidad. No se ven sobrepasados por los kilos. Los mandó algún médico o su cónyuge, si es flaco.
Al resto nos trajo la balanza, la ropa que no entra, sin necesidad de pedir segundas opiniones. El número (peso o talle) era un veredicto claro.
Nos reunimos en la planta alta de la sala de auxilios del barrio. Colaboramos con un modesto bono mensual que sirve para pagar el sueldo de las coordinadoras y las fotocopias. El cuadernillo de peso, las recetas y otras publicaciones adicionales se venden aparte.
El horario elegido es el de los martes a las 19 horas, así todos llegamos cómodos de nuestros trabajos.
El problema es que esté tan cerca del fin de semana. Lo ideal sería reunirnos los viernes, así nos quedan cinco días para adelgazar lo que comimos entre el sábado y domingo pasados y nos deja margen para comer el sábado y domingo siguientes.
La rutina es clara: llegamos, nos saludamos, hacemos la fila para pesarnos y a medida que recibimos nuestro resultado pasamos a la otra sala, donde nos esperan las sillas dispuestas en círculo.
La coordinadora ocupa una que se transforma en una suerte de cabecera, aunque la disposición sea redonda y la democracia intente imponerse.
Ella nos aventaja por mucho. Cuenta que bajó cuarenta kilos y ahí está, no los recuperó todavía. Mucho mejor que nosotros que vamos y venimos con el mismo kilo arriba y abajo hace semanas.
No sabemos nada uno del otro. Nos sentamos generalmente en la misma ubicación que la reunión anterior, como si los lugares fueran reconociendo el ADN del culo de su usuario habitual. A veces no recuerdo ni los nombres, y me parece que la coordinadora con el peso excedente también perdió algo de su memoria porque mira el papel antes de dirigirse a cada uno.
Esa hoja fatídica en la que lleva registro de nuestros movimientos históricos.
Cuando estamos todos, o se hace la hora, comienza la rueda. Uno a uno vamos contando cómo nos fue en la semana, si bajamos, o no. Y en ese caso a buscar explicaciones.
Nunca falla. Los que subieron de peso es porque tuvieron alguna fiesta, reunión o asado ineludible. Y qué se puede hacer en esos casos si no comer, nadie quiere quedar mal con el que lo invitó.
Comienzan a enumerar los bocados, a veces con descripciones sensoriales al detalle de lo que engulleron esos días.
Es así que el resto comenzamos a oler el asado, ese choripán chorreante de aderezos criollos abrazado por un pan recién salido del horno. O la torta de cumpleaños de la sobrina: bizcochuelo húmedo de chocolate untado por una capa de dulce de leche y otra de crema de (más) chocolate.
Sentimos en nuestras cabezas el crujido de las galletitas recién horneadas o el azúcar que se vuelca de las tortas fritas del mate del domingo, las facturas aromáticas del desayuno dominical de algún otro miembro del grupo.
Todo mientras tomamos agua en vasitos plásticos y apretamos con fuerza el cuadernillo que lleva cuenta de nuestros magros logros en cuestión de moderación alimenticia.
Salidas a restaurantes, eventos varios, todo eso surge en el grupo. Ninguna actividad deportiva (una menciona que como tiene casa de dos plantas sube y baja las escaleras un par de veces al día y la aplaudimos), nada que implique grandes revoluciones. 
A la grasa corporal le molesta sacudirse.
Termina la rueda, felicitamos a los que pesan dos fetas de fiambre menos que el martes anterior y la coordinadora pregunta si tenemos dudas.
Siempre hay alguien nuevo, así que repasa la dieta que le asignaron y trata de buscar la letra chica, los permisos que no figuran de forma manifiesta.
Todos los buscamos alguna vez. Como también nos hicimos análisis clínicos esperando un hipotiroidismo, algo que justifique nuestro exceso de peso y lo arregle con medicación.
“¿Se puede comer alfajor light?” “¿Cuánto queso port Salut le puedo poner al zapallito relleno?”. 
Se espera que te digan que sí, que te comas todo y que vas a adelgazar igual. Que no hace falta la carencia, que la comida puede seguir dominando tu vida y no se va a notar de afuera.  
Sin embargo, no, te ofrecen otro vaso de agua de dispenser. Saludable, pero insípida, inodora e incolora. Y te recuerdan que no, no te podés pasar de las 2000 calorías del menú.
Para amenizar el mal trago (bueno, que no se traga nada, pero en fin), la experta, la de los cuarenta kilos menos nos regala un papelito con algún texto motivacional. Lo leemos y se nos humedecen los ojos con las lágrimas de una emoción de origen dudoso. Nadie sabe si llora porque el fragmento le “llegó” o por las cosas que durante la semana que comienza no podrá ingerir.
Leemos la frase de los adictos, la del sólo por hoy, no comas, sólo por hoy, mañana vemos. Y nos disponemos a partir.
Cada uno vuelve a su casa, a su familia, si es que la tiene, ya lo dije, no sabemos mucho de los demás. No nos interesa.
Se hizo la hora de la cena y todos los manjares nombrados en la reunión activan nuestros cerebros. Llegamos a casa con un hambre atroz, la generada por la fantasía, el recuerdo, la memoria emotiva de todos esos alimentos que se nombraron.
No tiene la misma fuerza la frase motivacional.
Y entonces te empachás de galletitas de salvado pensando en las facturas, de salchichas diet recordando el choripán jugoso de chimichurri, te comés tres manzanas en lugar de una esperando que tu mente las transforme en una tarta deliciosa.
No adelgazás. Y encima comiste mierda.
Mierda que deberás justificar en una semana.

Ojalá te inviten a algún cumpleaños o reunión de amigos el fin de semana. Así le echás toda la culpa a la porción de torta y los sanguchitos de miga que, aunque no debas y se lo digas al anfitrión cuando te los ofrezca, te vas a comer.



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