Tenemos un factor en
común: todos debemos perder peso.
Y digo “debemos” porque
algunos no quieren en realidad. No se ven sobrepasados por los kilos. Los mandó
algún médico o su cónyuge, si es flaco.
Al resto nos trajo la
balanza, la ropa que no entra, sin necesidad de pedir segundas opiniones. El
número (peso o talle) era un veredicto claro.
Nos reunimos en la planta
alta de la sala de auxilios del barrio. Colaboramos con un modesto bono mensual
que sirve para pagar el sueldo de las coordinadoras y las fotocopias. El
cuadernillo de peso, las recetas y otras publicaciones adicionales se venden
aparte.
El horario elegido es el
de los martes a las 19 horas, así todos llegamos cómodos de nuestros trabajos.
El problema es que esté
tan cerca del fin de semana. Lo ideal sería reunirnos los viernes, así nos
quedan cinco días para adelgazar lo que comimos entre el sábado y domingo pasados
y nos deja margen para comer el sábado y domingo siguientes.
La rutina es clara:
llegamos, nos saludamos, hacemos la fila para pesarnos y a medida que recibimos
nuestro resultado pasamos a la otra sala, donde nos esperan las sillas dispuestas
en círculo.
La coordinadora ocupa una
que se transforma en una suerte de cabecera, aunque la disposición sea redonda y
la democracia intente imponerse.
Ella nos aventaja por
mucho. Cuenta que bajó cuarenta kilos y ahí está, no los recuperó todavía.
Mucho mejor que nosotros que vamos y venimos con el mismo kilo arriba y abajo
hace semanas.
No sabemos nada uno del
otro. Nos sentamos generalmente en la misma ubicación que la reunión anterior,
como si los lugares fueran reconociendo el ADN del culo de su usuario habitual. A veces
no recuerdo ni los nombres, y me parece que la coordinadora con el peso excedente
también perdió algo de su memoria porque mira el papel antes de dirigirse a
cada uno.
Esa hoja fatídica en la
que lleva registro de nuestros movimientos históricos.
Cuando estamos todos, o
se hace la hora, comienza la rueda. Uno a uno vamos contando cómo nos fue en la
semana, si bajamos, o no. Y en ese caso a buscar explicaciones.
Nunca falla. Los que
subieron de peso es porque tuvieron alguna fiesta, reunión o asado ineludible.
Y qué se puede hacer en esos casos si no comer, nadie quiere quedar mal con el
que lo invitó.
Comienzan a enumerar los
bocados, a veces con descripciones sensoriales al detalle de lo que
engulleron esos días.
Es así que el resto
comenzamos a oler el asado, ese choripán chorreante de aderezos criollos
abrazado por un pan recién salido del horno. O la torta de
cumpleaños de la sobrina: bizcochuelo húmedo de chocolate untado por una capa
de dulce de leche y otra de crema de (más) chocolate.
Sentimos en nuestras
cabezas el crujido de las galletitas recién horneadas o el azúcar que se vuelca
de las tortas fritas del mate del domingo, las facturas aromáticas del desayuno
dominical de algún otro miembro del grupo.
Todo mientras tomamos
agua en vasitos plásticos y apretamos con fuerza el cuadernillo que lleva
cuenta de nuestros magros logros en cuestión de moderación alimenticia.
Salidas a restaurantes,
eventos varios, todo eso surge en el grupo. Ninguna actividad deportiva (una
menciona que como tiene casa de dos plantas sube y baja las escaleras un par de
veces al día y la aplaudimos), nada que implique grandes revoluciones.
A la
grasa corporal le molesta sacudirse.
Termina la rueda,
felicitamos a los que pesan dos fetas de fiambre menos que el martes anterior y
la coordinadora pregunta si tenemos dudas.
Siempre hay alguien
nuevo, así que repasa la dieta que le asignaron y trata de buscar la letra
chica, los permisos que no figuran de forma manifiesta.
Todos los buscamos alguna
vez. Como también nos hicimos análisis clínicos esperando un hipotiroidismo,
algo que justifique nuestro exceso de peso y lo arregle con medicación.
“¿Se puede comer alfajor
light?” “¿Cuánto queso port Salut le puedo poner al zapallito relleno?”.
Se
espera que te digan que sí, que te comas todo y que vas a adelgazar igual. Que
no hace falta la carencia, que la comida puede seguir dominando tu vida y no se
va a notar de afuera.
Sin embargo, no, te
ofrecen otro vaso de agua de dispenser. Saludable, pero insípida, inodora e incolora.
Y te recuerdan que no, no te podés pasar de las 2000 calorías del menú.
Para amenizar el mal
trago (bueno, que no se traga nada, pero en fin), la experta, la de los
cuarenta kilos menos nos regala un papelito con algún texto motivacional. Lo
leemos y se nos humedecen los ojos con las lágrimas de una emoción de origen
dudoso. Nadie sabe si llora porque el fragmento le “llegó” o por las cosas que
durante la semana que comienza no podrá ingerir.
Leemos la frase de los
adictos, la del sólo por hoy, no comas, sólo por hoy, mañana vemos. Y nos
disponemos a partir.
Cada uno vuelve a su
casa, a su familia, si es que la tiene, ya lo dije, no sabemos mucho de los
demás. No nos interesa.
Se hizo la hora de la
cena y todos los manjares nombrados en la reunión activan nuestros cerebros.
Llegamos a casa con un hambre atroz, la generada por la fantasía, el recuerdo,
la memoria emotiva de todos esos alimentos que se nombraron.
No tiene la misma fuerza
la frase motivacional.
Y entonces te empachás de
galletitas de salvado pensando en las facturas, de salchichas diet recordando
el choripán jugoso de chimichurri, te comés tres manzanas en lugar de una
esperando que tu mente las transforme en una tarta deliciosa.
No adelgazás. Y encima
comiste mierda.
Mierda que deberás
justificar en una semana.
Ojalá te inviten a algún
cumpleaños o reunión de amigos el fin de semana. Así le echás toda la culpa a
la porción de torta y los sanguchitos de miga que, aunque no debas y se lo
digas al anfitrión cuando te los ofrezca, te vas a comer.
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