Hilda buscó el amor toda su vida. Desesperada.
Hizo todo lo que le decían sus amigas, las vecinas, las
primas, el almacenero, cualquier consejo era bienvenido. Había probado todo.
Cuando le dijeron que lo que tenía que encontrar era a su
media naranja, ella fue rauda a la verdulería. Al principio no supo si elegir entre
las más dulces o las de jugo. No quería quedar como una quisquillosa a quien
nada le venía bien. Optó por llevar a casa un kilo de cada variedad ofrecida,
no se podía arriesgar a que en alguna de ellas estuviera su ideal. Las cortó
todas al medio y esperó, alguna tendría que hablarle, reconocerla, algo. Pero
nada. Al cabo de unos días una capa de moho verde y un ejército de moscas la
hicieron desistir de la idea.
En algún cuento había leído que lo que debía buscar era a un
príncipe azul. El asunto del título nobiliario era complicado. Los príncipes
europeos vivían muy lejos y no eran muy accesibles. Se preguntó si no sería lo
mismo alguno local. Así fue como terminó en una recorrida por distintos
carnavales del país, en los que pudo bailar, disfrazarse e incluso reírse un
poco. Pero nadie le supo decir dónde o cómo encontrar al descendiente del Rey
Momo.
Supo que a veces detrás de un sapo había un príncipe y así
fue como su jardín se fue llenando de a poco de batracios. A todos los había
besado, pero ninguno había dejado de ser lo que era. No había mágicas
transformaciones, ni guapos señores detrás de esos animales. La entristeció
otro intento fallido, pero la consolaba que al menos en verano su casa era la
única libre de mosquitos.
Una noche, mientras miraba una película escuchó que el amor la
completaría. Asumió entonces que le correspondía acercarse al instituto de
transplantes para anotarse. No como donante, sino como receptora. Al fin y al
cabo a ella también le faltaba algo.
De muy buen modo la empleada del lugar la despachó y le
aclaró que allí sólo se ocupaban de casos de vida o muerte. Pobre Hilda, ¿cómo
explicarle a esa burócrata que lo de ella también era extremo, que la soledad
la abrumaba?
Una tarde, mientras viajaba en tren, leyó un grafitti que le
indicaba que el amor estaba a la vuelta de la esquina. Por fin alguien se
decidía a dejarle alguna pauta más firme, un punto geográfico. Al otro día fue
a hablar con el vendedor de diarios del barrio, que tenía su puesto a la vuelta
de la esquina de su casa. En realidad, a la vuelta de una de las cuatro
esquinas, pero era el único vecino que estaba siempre en el mismo lugar, así
que debía ser él, sin dudas.
Tampoco en esta ocasión, señalada con tal claridad, tuvo
suerte. El hombre al principio se sonrió, pensó que era una broma. Pero cuando
se sucedieron los meses y la insistente Hilda lo visitaba todos los días con la
propuesta de noviazgo, terminó por iniciarle un juicio por acoso. Hilda se ganó
así una restricción que, si bien no la había obligado a mudarse, la forzaba a
dar toda la vuelta manzana para evitar el puesto de diarios.
Cuando empezaron a asomarse las primeras canas, alguien le
dijo, como consuelo, para que no se desanimara, que el amor era ciego. Hilda no
dudó en acudir al centro de no videntes de su ciudad, de donde casi la
corrieron a bastonazos al interpretar su pregunta como una burla insultante.
¿Cómo explicarles que para ella la ceguera no era un
defecto, que estaba dispuesta a todo con tal de encontrar el amor?
Durante los años que duró su búsqueda, Hilda rechazó las
invitaciones para conocer hombres que le proponían sus amigas, porque en ningún
lado había leído que al amor de su vida se lo presentaría una. Rechazó innumerables
propuestas que no se ajustaban a sus cánones, pero al menos nunca las consideró
oportunidades que había perdido.
Ella seguía enfrascada en las frases hechas con consejos y
definiciones vacías del amor. Así murió, sola, sin saber de Alberto, que la
esperó mucho tiempo hasta que se cansó de verla mirar hacia otro lado. Ella
nunca se dio cuenta. Porque él no era naranja, ni azul, ni príncipe, ni sapo,
ni ciego, ni vivía a la vuelta de la esquina.
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