No era un lobizón.
La desgracia de Manolo era mucho peor que una transformación
en noches de luna llena. La suya era una maldición con todas las letras. Era el
decimotercer hijo del matrimonio López.
Su madre era aún algo joven cuando lo tuvo, aunque ya
parecía una vieja. Flaquísima, arrugada y desdentada (el calcio se lo había ido
absorbiendo cada vástago en el vientre), doña María siempre había mirado a
Manuel – era la única que lo llamaba así – con recelo.
Desde que nació, aquel martes 13 de enero de 1913, ella había
esperado que en su hijo se hiciera carne la desgracia. Había tomado cuanto yuyo
conocía, caminado leguas, en fin, había hecho lo imposible por adelantar ese
parto. Pero no hubo caso, ese chico debía estar protegido por el demonio. Venir
a nacer en un día así. En realidad ya había tratado de frenar a su marido. Con
doce hijos, ¿qué necesidad tenía? Tampoco hubo mucho que hacer, José llegaba
algo pasado de copas a veces y así no sólo habían llegado al decimotercero,
sino que seguían engendrando hijos.
Apenas nació la criatura, que sobrevivió a tanta
movilización materna nadie sabe cómo, le trajeron a María una bruja, para que le
adelantara lo que podía esperar del crío y combatir el maleficio, si es que la
tarifa no se encarecía demasiado. El vaticinio de la mujer no le sirvió a esa
madre. Le prometió que el pequeño sería fuerte, sano y que su futuro no tendría
mayores problemas.
Lechuza engañadora, conspira con Satanás y me oculta la
verdad. La echó a los gritos, acusándola de robarles el dinero con mentiras. Su
hijo estaba maldito y ella lo sabía.
Sin embargo los años pasaron y el niño crecía saludable,
aunque su madre no lo mimaba, ni le preparaba las torrejas como a sus otros
hermanos. Manolo no recordaba canciones de cuna ni caricias. Doña María
prefería tomar distancia de eso que había salido de su vientre, por temor a
encariñarse con la encarnación de la desdicha.
En 1926 el chico cumpliría los trece años y, para tenerlo
lejos por si sobrevenía algún infortunio, lo enlistó en el ejército. De más
está decir que Manolo sobrevivió a ese cumpleaños. Y a la Guerra Civil. Y a sus
veintiséis. Y a los treinta y nueve. Y a los martes trece. Y a los gatos
negros, las escaleras y hasta a las mujeres de las que se enamoró y no lo
correspondieron.
Tuvo una buena vida, Manolo. Ascendió en su carrera militar,
obtuvo cargos, ganó dinero. Un buen día conoció a una muchacha que también se
enamoró de él y se casaron. Tuvo hijos, nietos, bisnietos. Y en todos esos años,
nunca se atravesó en su camino la desgracia. Falleció en el 2013, hace poco.
Algo que muchos consideran más que buena suerte.
Lástima que doña María nunca se enteró, ella se fue mucho
antes. Como tampoco nunca cayó en la cuenta de que la única maldición que había
sufrido su decimotercer hijo fue que su madre no lo hubiera querido.
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