Quiere jugar al fútbol pero
su mamá no lo deja.
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Te
van a romper los anteojos de un pelotazo.
Intenta sacárselos, para
jugar, a escondidas de su madre y del oculista y de su hermano siempre buchón.
No ve nada. Todas las figuras se le borronean en un claro que, interpreta, es
la luz del día. Se vuelve a calzar los lentes. Ahora sí. Los manchones oscuros
son los chicos. A la pelota, en su media ceguera miope, ni la adivinaba.
Se resigna a traer y
llevar el agua o lo que le pidan con tal de seguir en el campito, con tal de
ser uno más, al menos por un rato, uno del equipo.
Ignora las cargadas del
goleador, los demás son más piadosos.
Cuando el profesor chifla
el silbato y llega la hora de irse a casa, Juan recoge su portafolios de cuero
lleno de felicitaciones y buenas notas. Es el único que sigue con el
guardapolvo puesto, todo almidonado. Los otros chicos tienen barro de la cabeza
hasta los pies. Cómo le gustaría estar sucio.
Se sacude un poco el
pelo, para sentir la ilusión de haber pegado un cabezazo. Lo van a retar, no le
importa. Desata un zapato, se baja las medias. Una más que la otra. Busca la
vivencia, el recuerdo del pasto, de los raspones de los demás que él no tiene.
Se ilusiona esas cuadras. Las recorre mientras arrastra su excelencia académica
de vuelta a casa.
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