Nos reunimos
una vez por mes desde que tenemos uso de razón. Desde que descubrimos que
teníamos ciertos dones que era difícil compartir con el mundo.
No hace falta cruzar palabra para reconocernos.
En los
encuentros reímos mucho, sobre todo de las solicitudes de nuestros
clientes. La mayoría son mujeres abandonadas por sus parejas que quieren
recuperarlos. Vienen con un calzoncillo sin lavar o hasta un mechón de pelo
arrancado en la última pelea y quieren que les hagamos una “unión”.
Les tiramos
las cartas primero. Todo se cobra y no vamos a dejar de lucrar con una situación
tan propicia. Salga el naipe que salga, la lectura indicará de manera infalible
que alguien cercano a su entorno le desea el mal, le hizo un embrujo y por eso
el marido, novio o amante se fue.
¿Para qué le
vamos a decir que no vuelva con el idiota? Nuestra tarea es tranquilizar
mentes, decir lo que quieren escuchar. Así cobramos la tirada de cartas, el
gualicho anti gualicho y el amarre (o curso de navegación como me gusta
llamarlo: nuditos por todos lados). Una atadura, nada les importa, si pudieran
lo tendrían amordazado también.
Palo santo,
rezo a la Virgen (cualquiera, en realidad se supone que nosotras trabajamos con
fuerzas opuestas, pero nos debemos al marketing), bolsita de hierbas de la
huerta y listo, la clienta se va feliz, segura de que nada en la ruptura de la
pareja fue su responsabilidad y más segura aún de que el desgraciado va a
volver rendido a sus pies.
A veces lo
hacen. Vuelven. Y ahí me lamento por ellas, por ese capricho de seguir al lado
de alguien que no las quiere.
Nosotras en
cambio somos solitarias. Viejas de los gatos, en parte porque nos gustan y en
parte porque hacen a la imagen que la gente quiere tener de nosotras. Muchos
negros, si es posible, aunque yo prefiero los atigrados a decir verdad.
De un tiempo
a esta parte esperamos con ansias el fin de octubre. Se puso de moda por estos
pagos tan católicos pero tan proclives a creer en cualquier cosa, el tema de
festejar nuestro día.
Una
ridiculez, pero que a nosotras nos viene muy bien.
Mezcla del
respeto y temor que inspiramos, los vecinos vienen cual devotos a regalarnos
cosas, ofrendas para ganarse nuestra simpatía.
Y nosotros
los dejamos, ¿quiénes somos para arruinar la felicidad del novedoso ritual?
Nos traen
desde golosinas (a veces no filtran las ideas) o alguna torta casera, hasta presentes en metálico. Sin hacer nada,
solo ponemos caras de aceptación, intentamos un brillo cómplice en nuestras
miradas y nos exhibimos con ropas exóticas y la mayor cantidad de felinos
posible.
Ellos se van
tranquilos con el deber cumplido, nosotras juntamos bienes para la mejor
reunión del año.
Cuando
alguien nos acusa de estafadoras, yo no me enojo. Le digo que en todo caso soy
como esos magos importantes que llenan teatros: una ilusionista.
Doy, damos,
lo que nos piden: la idea de un amante que volverá, la idea de la felicidad ahí
adelante, como la zanahoria del caballo que corre y corre sin ser consciente de
que no la va a alcanzar nunca. Excepto que su amo quiera dársela.
Somos
fortalecedoras de esperanzas. No engañamos a nadie que no quiera serlo. Que no
haya sido engañado antes con maldad y a expensas del verdadero dolor.
No creemos
en los trucos que vendemos. No como trucos al menos, son nuestro medio de vida.
Pero sí
creemos en que el verdadero amor es posible. Y así de horribles como nos
tildan, nos emocionamos cuando lo vemos de verdad, siempre por la calle, en
aquellas mujeres que jamás vendrían a consultarnos para pedir un marido
retornable.
Cuando hay
dos que se miran y la electricidad que generan altera la física del mundo.
Cuando se
besan y sabemos que ahí sí hay magia. Y de la buena.
En ese
encuentro. En esos labios brujos.
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