Está al pie de la escalera.
Sus ojos inquietos miran hacia arriba y luego recorren los
escalones de regreso hasta donde está él.
Mira sus pies, vuelve a mirar los escalones. Y otra vez sus
pies.
Apoya uno en el primer escalón, tal como decían las
instrucciones, pero cae. Amortiguado, pero cae.
Se queda sentado frente a la escalera. Evalúa las opciones.
Decide salirse del guión e intenta usar algo más que sus
pies.
Apoya una mano, regordeta y pegajosa, en el borde del primer
escalón. Se da impulso y sube también una rodilla. No el pie como le habían
dicho. Se siente más seguro con la rodilla.
Ahora sí, tiene ya una rodilla en el escalón y manotea el
siguiente, mientras arrastra la pierna para subir la otra rodilla. Se ríe,
feliz. Mira hacia arriba, impaciente.
Sabe que va a llegar. Está determinado.
De pronto oye un grito abajo. Se sienta de golpe y la
presión recae sobre el pañal algo cargado de pis ya.
Es mamá, que lo ve en medio de la escalera y se asusta y
sube de manera tan torpe que él quisiera corregirla y decirle que así no se
hace.
La espera tranquilo, sonriente y babeante. Pero mamá parece
no apreciar los logros, le grita, llora, tiembla y ríe a la vez. Es confuso
leer las emociones de esa mujer, ahora lo entiende a papá.
La meta quedará para otro día. Mamá se lo lleva a upa y lo
sienta en el cubículo lleno de juguetes y rodeado de red de seguridad. Él mira
los muñecos, y, a través de las hendijas de la puerta, el pedacito de escalera
que se llega a ver desde ahí.
No entiende qué pudo hacer mal, ni por qué mamá no lo deja
seguir intentando.
Al fin y al cabo fue ella misma quien lo introdujo a
Cortázar cuando le leyó las “Instrucciones para subir una escalera”.
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