domingo, 27 de marzo de 2016

Ascenso

Está al pie de la escalera.
Sus ojos inquietos miran hacia arriba y luego recorren los escalones de regreso hasta donde está él.
Mira sus pies, vuelve a mirar los escalones. Y otra vez sus pies.
Apoya uno en el primer escalón, tal como decían las instrucciones, pero cae. Amortiguado, pero cae.
Se queda sentado frente a la escalera. Evalúa las opciones.
Decide salirse del guión e intenta usar algo más que sus pies.
Apoya una mano, regordeta y pegajosa, en el borde del primer escalón. Se da impulso y sube también una rodilla. No el pie como le habían dicho. Se siente más seguro con la rodilla.
Ahora sí, tiene ya una rodilla en el escalón y manotea el siguiente, mientras arrastra la pierna para subir la otra rodilla. Se ríe, feliz. Mira hacia arriba, impaciente.
Sabe que va a llegar. Está determinado.
De pronto oye un grito abajo. Se sienta de golpe y la presión recae sobre el pañal algo cargado de pis ya.
Es mamá, que lo ve en medio de la escalera y se asusta y sube de manera tan torpe que él quisiera corregirla y decirle que así no se hace.
La espera tranquilo, sonriente y babeante. Pero mamá parece no apreciar los logros, le grita, llora, tiembla y ríe a la vez. Es confuso leer las emociones de esa mujer, ahora lo entiende a papá.
La meta quedará para otro día. Mamá se lo lleva a upa y lo sienta en el cubículo lleno de juguetes y rodeado de red de seguridad. Él mira los muñecos, y, a través de las hendijas de la puerta, el pedacito de escalera que se llega a ver desde ahí.
No entiende qué pudo hacer mal, ni por qué mamá no lo deja seguir intentando.

Al fin y al cabo fue ella misma quien lo introdujo a Cortázar cuando le leyó las “Instrucciones para subir una escalera”.



lunes, 14 de marzo de 2016

Del amor y cómo encontrarlo

Hilda buscó el amor toda su vida. Desesperada.
Hizo todo lo que le decían sus amigas, las vecinas, las primas, el almacenero, cualquier consejo era bienvenido. Había probado todo.
Cuando le dijeron que lo que tenía que encontrar era a su media naranja, ella fue rauda a la verdulería. Al principio no supo si elegir entre las más dulces o las de jugo. No quería quedar como una quisquillosa a quien nada le venía bien. Optó por llevar a casa un kilo de cada variedad ofrecida, no se podía arriesgar a que en alguna de ellas estuviera su ideal. Las cortó todas al medio y esperó, alguna tendría que hablarle, reconocerla, algo. Pero nada. Al cabo de unos días una capa de moho verde y un ejército de moscas la hicieron desistir de la idea.


En algún cuento había leído que lo que debía buscar era a un príncipe azul. El asunto del título nobiliario era complicado. Los príncipes europeos vivían muy lejos y no eran muy accesibles. Se preguntó si no sería lo mismo alguno local. Así fue como terminó en una recorrida por distintos carnavales del país, en los que pudo bailar, disfrazarse e incluso reírse un poco. Pero nadie le supo decir dónde o cómo encontrar al descendiente del Rey Momo.
Supo que a veces detrás de un sapo había un príncipe y así fue como su jardín se fue llenando de a poco de batracios. A todos los había besado, pero ninguno había dejado de ser lo que era. No había mágicas transformaciones, ni guapos señores detrás de esos animales. La entristeció otro intento fallido, pero la consolaba que al menos en verano su casa era la única libre de mosquitos.
Una noche, mientras miraba una película escuchó que el amor la completaría. Asumió entonces que le correspondía acercarse al instituto de transplantes para anotarse. No como donante, sino como receptora. Al fin y al cabo a ella también le faltaba algo.
De muy buen modo la empleada del lugar la despachó y le aclaró que allí sólo se ocupaban de casos de vida o muerte. Pobre Hilda, ¿cómo explicarle a esa burócrata que lo de ella también era extremo, que la soledad la abrumaba?
Una tarde, mientras viajaba en tren, leyó un grafitti que le indicaba que el amor estaba a la vuelta de la esquina. Por fin alguien se decidía a dejarle alguna pauta más firme, un punto geográfico. Al otro día fue a hablar con el vendedor de diarios del barrio, que tenía su puesto a la vuelta de la esquina de su casa. En realidad, a la vuelta de una de las cuatro esquinas, pero era el único vecino que estaba siempre en el mismo lugar, así que debía ser él, sin dudas.
Tampoco en esta ocasión, señalada con tal claridad, tuvo suerte. El hombre al principio se sonrió, pensó que era una broma. Pero cuando se sucedieron los meses y la insistente Hilda lo visitaba todos los días con la propuesta de noviazgo, terminó por iniciarle un juicio por acoso. Hilda se ganó así una restricción que, si bien no la había obligado a mudarse, la forzaba a dar toda la vuelta manzana para evitar el puesto de diarios.
Cuando empezaron a asomarse las primeras canas, alguien le dijo, como consuelo, para que no se desanimara, que el amor era ciego. Hilda no dudó en acudir al centro de no videntes de su ciudad, de donde casi la corrieron a bastonazos al interpretar su pregunta como una burla insultante.
¿Cómo explicarles que para ella la ceguera no era un defecto, que estaba dispuesta a todo con tal de encontrar el amor?
Durante los años que duró su búsqueda, Hilda rechazó las invitaciones para conocer hombres que le proponían sus amigas, porque en ningún lado había leído que al amor de su vida se lo presentaría una. Rechazó innumerables propuestas que no se ajustaban a sus cánones, pero al menos nunca las consideró oportunidades que había perdido.  

Ella seguía enfrascada en las frases hechas con consejos y definiciones vacías del amor. Así murió, sola, sin saber de Alberto, que la esperó mucho tiempo hasta que se cansó de verla mirar hacia otro lado. Ella nunca se dio cuenta. Porque él no era naranja, ni azul, ni príncipe, ni sapo, ni ciego, ni vivía a la vuelta de la esquina.