Cuando tenía seis años, en primer grado, me dormí en clase por primera vez. Lo recuerdo como si fuera hoy. Yo iba a turno tarde, era clase de lectura, y mi compañera de banco sugirió que paráramos los libros sobre la mesa mientras seguíamos lo que las otras chicas iban leyendo en voz alta. Así, con el libro como biombo, me fui acurrucando hasta que me quedé dormida. No recuerdo cómo me despertaron, si la seño, Margarita, me llamó para leer, o cómo se dieron cuenta de que me había dormido. Pero el estigma de ser “la dormida” del curso quedó conmigo para siempre, aunque no volviera a suceder algo similar hasta séptimo grado.
Ese año tuvimos a la señorita Elsa, una maestra que nos discutía las letras de las canciones de Zas mientras destacaba lo lindas que eran las de Valeria Lynch. En ese momento me parecía grandiosa: que nos hiciera defender las bandas que nos gustaban, que buscara desarrollar nuestro espíritu crítico, aunque no entendiéramos muy bien qué era eso del “sexo a la deriva”, pero lo que importaba era el trabajo, los debates que generaba. Con el tiempo dudé y pensé que realmente no le gustaban las letras. Pero al margen de sus limitados gustos musicales, era una señora que sabía mucho de su profesión, y que, por lo que contaban mis compañeras, les decía que me dejaran dormir, cuando la intención de todas era despertarme.
Por suerte en esa época, las maestras eran algo más comprensivas, o al menos el sistema les permitía mayor comprensión. Todavía podían abrazarte sin temor a demandas judiciales, y la idea de pastillitas que solucionaran todos los problemas de los niños en el aula era aún lejana. Menos mal, porque no sé qué habría sido de mí si me hubieran mantenido despabilada a la fuerza desde chica.
En la película Profesor Lazhar los maestros comentan en una reunión entre ellos que ahora tratar con chicos es como manipular material nuclear, por los cuidados que hay que tener. Se ve que en mi época los chicos éramos menos radiactivos y algo más respetuosos, por eso, sin intentar ser Jacinta Pichimahuida, era normal que la seño te preguntara si habías dormido bien, o si pasaba algo en casa. Eso sí, nunca te preguntaban si te aburría la clase, ese aspecto se mantuvo siempre bajo el beneficio de la duda.
Así llegue al secundario. Ya obligatoriamente en turno mañana. Todos me decían que era cuestión de tiempo, que me iba a acostumbrar al nuevo horario. Estaban errados. Nunca, NUNCA, me acostumbré a levantarme de noche y escuchar dos horas de clase de física o química. Pero para entonces ya estaban todos, padres y personal docente, resignados, total yo aprobaba, ¿por qué hacer mayor escándalo?
La última vez que recuerdo dormirme fue en clase de historia, en quinto año. Me desperté y lo primero q vi fue la cabeza ladeada de la profesora, una señora mayor de apellido Calabró, sin la gracia del comediante, que me miraba desde su escritorio. Cuando ve q reacciono, no me reta, no se enoja, no me amonesta, sólo me dice: “Calderón de La Barca”. Asiento, con una mueca de sonrisa en los labios, y le respondo: “La vida es sueño”.
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