Los
mejores recuerdos son los que se tienen con amigos. Como aquel enero, hace ya
tanto tiempo, cuando tenía dieciséis, y mis viejos y los de los demás se
pusieron de acuerdo para pasar las vacaciones en Gesell todos juntos. A los que
no iban con sus padres, los llevamos invitados: el Colo fue con la familia de
Mati, y Sebas con la familia de Toto. Éramos ocho nosotros, formamos una banda
enorme.
Cuando
tenés unos pocos días de vacaciones, la rutina no tarda en armarse y al segundo
día ya teníamos el esquema de la quincena listo. Todas las tardes, después de
la playa, ducha y al centro, a los jueguitos. Teníamos que ponernos de acuerdo
de antemano porque no era como ahora: una vez que salías de tu casa, no había
más teléfonos donde ubicarte.
Tampoco
tardó mucho en descubrirse el don de Jose: talento natural para los juegos
electrónicos. Era excelente en todos, juegos de guerra, de naves espaciales, hasta
el Elevator Action y el Pole Position tenían su nombre de guerra (JOE72) escrito
en los primeros puestos. Sin embargo, en el que era imbatible era en el
clásico, Pac Man. Nadie pasaba niveles como él, y con haberlo visto apenas un
par de veces, el dueño del salón de juegos, ya había reconocido ese campeón
indiscutido que era mi amigo.
Las
tardes pasaban y la fama de Jose se había extendido ya por la Villa. Otros
chicos venían a verlo jugar. También chicas. El dueño del salón le regalaba las
fichas, era como una publicidad para el lugar. El resto del grupo aprovechábamos
para hacer contacto con grupos de amigas. “Sí, estamos con él. Esta noche vamos
todos a bailar, ¿nos vemos allá?” Y ellas, sí, claro, y así fuimos conociendo a
un montón de chicas que venían por él, el rey de los jueguitos, pero terminaban
hablando con nosotros, el premio consuelo.
Una
tarde el dueño del lugar propuso un campeonato. Se anotó muchísima gente,
algunos más grandes que nosotros, tipos como de veinte o treinta años. Era
increíble. A todos esos, se le sumó una cantidad también increíble de
espectadores, que venían hasta de otros balnearios.
Justo
ese fin de semana había llegado mi tío a pasar unos días con nosotros. Y con él
había llegado mi prima, Ana. Tenía mi edad y, no porque fuera mi prima, pero
era la chica más linda del universo. En serio, no lo decía yo, lo decía todo el
mundo. Mi mamá, por ejemplo, madre de varones, se la pasaba repitiendo eso: lo
linda que está Ana, mirá cómo se puso, está más alta, y ese pelo, lo heredó de
tu abuela, ¿te acordás?, qué hermoso.
No
sé bien qué se me cruzó por la cabeza, pero el día del campeonato, la llevé
conmigo. Le señalé quién era Jose y le dije que, en la final, se parara lo más
cerca de él que pudiera. Ana, me miró, se rio fuerte, me dijo que ya entendía
(creo que me entendía mejor que yo mismo), y para la última partida, en la que
quedaban Jose contra un tipo de barba nuevo en el lugar, ella se abrió camino
entre todos los que querían ver el juego, y se paró detrás de él.
Al
principio arrancó todo bien, Jose con ventaja, pero en algún momento se dio
cuenta de que Ana estaba ahí y erró un movimiento. Hábil como era, se recuperó,
pero empezó a equivocarse cada vez más seguido. Los fantasmas se comían a los
muñequitos de colores, el barbudo sonreía, la gente empezaba a rumorear, cada
vez más fuerte.
Ya
había caído la noche, pero mi amigo transpiraba como si estuviera en plena
playa en un día de cuarenta grados. La musiquita del juego, los movimientos de
Ana, sutiles, casi imperceptibles, le robaban la atención y zas, otro fantasma
comiendo.
Algunos
de los que miraban se fueron, murmuraban enojados. Otros empezaron a gritarle,
eh, vos no eras el campeón, jugás peor que mi nonna, y esas cosas.
Jose
estaba rojo de vergüenza, él no fallaba. Jamás.
Me
sentí mal, traté de que Ana me viera, de cancelar el plan, pero ya era tarde,
ella seguía lo acordado.
La
tortura no duró mucho más. A la influencia de Ana se le sumaron los insultos, las
cosas que empezaron a tirarle, papeles, botellas de plástico vacías, y Jose se
rindió, una actitud que yo no había visto antes.
El
barbudo ganó y se llevó el premio, que el dueño del salón le dio sin ganas,
mientras Jose aplaudía como un autómata.
Ya
era casi medianoche y Ana se fue con mis tíos a casa. Mis amigos corrían detrás
de los grupos de chicas, intentando recuperar a las menos interesadas en ser
amigas de un famoso. Quedamos los dos solos.
Cuando
salimos, Jose caminaba mirando al suelo, resignado. Lo invité a tomar un helado
a Massera. Pedimos nuestros cucuruchos y nos sentamos en el cordón de la
vereda, en medio de la Peatonal. Él clavaba la cucharita en su bocha de
chocolate y repetía, no sé qué me pasó, no sé qué me pasó. Estaba esa chica, tu
prima y ese perfume, el desodorante que usan ellas, ese que está buenísimo. Y
no sé, no sé, no pude pensar. Qué mala suerte.
Sí,
coincidía yo, enfrascado en mi limón amargo. Mala suerte. Si querés mañana viene
a la playa, podés hablar con ella, yo te hago pata.
Me
miró, creo que agradecido.
-
Dale.